(Epílogo)
¿Cuántos eran los niños vagos de Santiago de Chile? Las encuestas hablaban de cuatro mil, pero su número era difícil de precisar. Todos los veían, pero fue el Padre Hurtado el que primero los vio con ojos cristianos. Comenzó a salir en las noches, en una camioneta verde, a buscarlos al río, en la alameda o en el sitio donde estuvieran. Les ofrecía una cama limpia y una comida caliente. A veces aceptaban de buena gana, pero en otros casos no querían cambiar su estilo de vida. Al ver esto, el Padre ordenó una política de puertas abiertas: aquél que lo deseaba, podía irse. La verdad es que abandonaban una, dos o tres veces el hogar que los cobijaba, pero poco a poco fueron permaneciendo más tiempo.
La Compañía de Jesús, con gran alegría, aceptó oficialmente al Hogar de Cristo como una de sus obras más importantes en materia social. La dirigiría en estrecha colaboración con los laicos, que tendrían a su cargo toda la gestión administrativa. El Padre sería naturalmente su capellán. Era evidente que, por sobre la calidad excepcional del grupo de laicos, era el Padre Hurtado quien daba el tono al Hogar, le imprimía el sello de sus ideas y la vibración de su incomparable personalidad. Confiaba ciegamente en que el “Patrón” proveería lo necesario para que no se detuviera su labor. Y se indignaba ante las dudas. En una oportunidad, los miembros del Consejo de Administración se negaron a iniciar una nueva obra, para la cual se necesitaba un millón de pesos. Él quería hacerla de todas maneras, pero prefirió no pasar por sobre las decisiones del consejo. Estaban en medio de la discusión, cuando le avisaron que una señora necesitaba urgentemente hablar con él en la portería del colegio. Era una señora de edad avanzada. “-Hemos decidido mi marido y yo -le dijo al Padre- dejar un legado para el Hogar de Cristo; pero después hemos pensado que sería mejor una donación en vida. Por eso me permito entregarle este sobre que contiene un cheque…”. El Padre le agradeció al buen matrimonio su donativo y acompañó a la señora hasta la puerta del Colegio. Se echó involuntariamente el sobre al bolsillo. Será, pensó, una más de las gotas que caen todos los días, gracias a la cual vivía en gran parte el Hogar de Cristo. Pero antes de entrar a la sala donde estaba reunido el Consejo, abrió el sobre, vio el importe del documento, se sorprendió de la cantidad y exclamó: -¡Aquí tienen, hombres de poca fe!-, al mismo tiempo que arrojaba sobre la mesa el cheque, cuyo valor era exactamente de un millón de pesos.
En torno al Hogar de Cristo, el Padre Hurtado había reunido a un grupo de señoras con admirable espíritu de auténtica caridad. Las había ido formando en un sentido de la dignidad del pobre con su ejemplo y una predicación persuasiva que a veces producía exabruptos. En una de las reuniones que se celebraban regularmente, a las que asistían hasta ochenta señoras, se le ocurrió a alguien preguntar si, al menos, los pobres del Hogar de Cristo serían agradecidos. El Padre Hurtado estalló: “¿Agradecidos de qué, señora? ¿Tenemos derecho a pedir agradecimiento porque a un ser humano, a un hermano nuestro, a una criatura que no tiene culpa, la sacamos de la mugre en que la hacemos vivir y le damos techo, comida y educación? ¿Sabe usted lo que es dormir de a cinco en una cama, señora? ¿Sabe lo que es alimentarse de las sobras que usted bota al tarro de la basura? Esta mañana cuando salía a la Alameda, vi a una mujercita que estaba sacando unos restos de comida que había en un tarro basurero”. Hizo un silencio y se volvió diciendo: -¡Era el tarro de su casa, Laurita…! Todo esto alejaba a algunas señoras, pero iba moldeando profundamente a las que se quedaban. Ésta fue quizá una de las proyecciones más notables de esa obra. En contacto frecuente con la impresionante miseria de los que acudían al Hogar, fue naciendo en muchas de ellas el sentimiento de una grave responsabilidad y el deseo de una mayor perfección de vida, de una existencia más cercana a la sencillez del Evangelio, más despojada de los bienes de la tierra y, por lo mismo, totalmente entregada a Dios.
A mediados de 1951, el Padre Alberto comenzó a sentirse mal, pero se resistía a recurrir a los médicos. El 15 de abril de 1952, sacando fuerzas de flaqueza, acompañó a un amigo que cumplía 25 años como sacerdote y que vivía en otra ciudad. Lo hizo hablando sobre el rol del sacerdote, diciendo: “Es fuego para que el mundo arda, dispensador de una hambre y una sed nuevas… Como el héroe y el santo no es un ciudadano dócil. Es el eterno insatisfecho, el que turba el orden social para preparar a cada momento su realización más alta. Es el testigo de un orden invisible, y como Cristo, debe ser la víctima expiatoria, cargar con los dolores y enfermedades de los hombres y ofrecer por ellos el sacrificio. El sacerdote, en íntima realidad, es algo solitario, hombre del Sinaí, que aunque combate en el llano, algo de él queda siempre en lo alto…”. Después de este discurso, jamás volvería a hablar en público. Sólo le quedaba ofrecerse en sacrificio él mismo. El 21 de mayo, un infarto pulmonar le hizo creer que había llegado el momento de la muerte y pidió que se le administraran los últimos sacramentos. Expresó a todos los presentes su fe, su esperanza y su entrega feliz en el Señor. Salvó del infarto, pero la sospecha que los médicos tenían se hizo más firme y ella significaba la pérdida de toda esperanza: el Padre Hurtado tenía cáncer en el páncreas.
El día 24 de julio, el Padre Alvarado tuvo que cumplir con el terrible deber de decirle que no había remedio. Hasta ese momento, el Padre Hurtado ignoraba que estaba desahuciado y tenía la esperanza de volver a emprender su ruta de apóstol. Al enterarse, el Padre Alberto dijo: “Me he sacado la lotería, doy gracias a Dios por lo grande de la noticia, estoy feliz, feliz”. “¿Cómo no estar agradecido con Dios? ¡Qué fino es Él! Todas mis obras han prosperado; en lugar de una muerte violenta, me manda una larga enfermedad para que pueda prepararme; me sostiene mi cabeza para que pueda arreglar los asuntos pendientes; me da el gusto de ver tantos amigos… verdaderamente Dios ha sido para mí un padre cariñoso, el mejor de los Padres”. Ordenó que las puertas de su alcoba permanecieran abiertas para quien quisiera visitarlo. En los mayores dolores, repetía la máxima que tanto aconsejaba y que dijo toda su vida: “¡Contento, Señor, Contento!”.
Al atardecer del día 17 de agosto, la gente llenaba los pasillos del hospital. En la madrugada del día 18 el médico de cabecera avisó que su paciente se estaba muriendo. Al darse cuenta Alberto que muy pronto pasaría a la vida eterna, pidió comulgar por última vez. Los labios resecos se movieron apenas al recibir un pedacito de la Sagrada Eucaristía. El moribundo apretó la mano del médico y se la llevó a la boca para besarla.
Luego entró en agonía. Minutos después de las cinco, un silencio repentino invadió a todos los presentes al darse cuenta que el moribundo había dejado de respirar. El Padre Lavín comenzó a rezar las oraciones de difuntos. Los asistentes se acercaron a besar sus manos y tocarlo con objetos piadosos. A las siete de la tarde, su ataúd llega a la iglesia de San Ignacio. Una multitud lo espera. El desfile no termina nunca. Durante la mañana del día 20, cinco mil personas repletan la iglesia. Los demás quedan en el atrio y en la calle. A la salida, la multitud se forma detrás de la carroza, para recorrer a pie las 38 cuadras que los separan de la parroquia de Jesús Obrero, donde descansarán sus restos. En esos momentos alguien mira al cielo. Perfectamente delineada, se ha formado una cruz con las nubes. Todos la pueden ver.
Desde esa tarde de agosto de 1952, en que miles de personas se reunieron para despedir al Padre Alberto Hurtado, cada vez ha sido más evidente que su vida fue una visita de Dios a la patria chilena. Por eso, en 1967, los obispos pidieron a la Santa Sede permiso para iniciar el proceso de beatificación. El proceso fue largo, pues la iglesia toma décadas, e incluso siglos para certificar la santidad de algunos de sus hijos, porque los santos son modelos que han reproducido en sus vidas la figura de Jesús. Y, en ese sentido, el Padre Hurtado ya lo es. Miles de chilenos, que visitan continuamente su tumba y rezan, lo tienen por guía. Una señal muy cierta de Su Santidad fue que Dios se valiera de él para despertar muchas vocaciones. Más de cien sacerdotes, muchos de los cuales son ahora obispos, siguieron el llamado del Padre Hurtado.
El 23 de octubre de 2005, el Papa Benedicto XVI hizo realidad el sueño de muchos chilenos. Alberto Hurtado Cruchaga fue declarado Santo. Ahora nuestra tarea es hacer realidad el legado de San Alberto Hurtado.
En los momentos difíciles que tiene la vida, no debemos olvidar sus hermosas y positivas palabras que aún retumban en las paredes del Hogar de Cristo: “¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar?”. Y “¡Contento, Señor, Contento!”.
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