(El Hogar de Cristo)
En los suburbios de Santiago de Chile se encuentra “El Hogar de Cristo” que fundó el sacerdote jesuita Alberto Hurtado Cruchaga. Una visita a esta ciudad capital estaría incompleta si no se conoce ese lugar lleno de espiritualidad y amor por los más desprotegidos. Este gran sacerdote nace el 22 de enero de 1901 en Viña del Mar, y cerca de un siglo después será oficialmente declarado santo.
En su temprana infancia Alberto sufre una dolorosa pérdida: al cumplir los cuatro años, muere su padre, que fue golpeado brutalmente por varios hombres que deseaban apoderarse de sus tierras, por lo que pronto su familia debe trasladarse a Santiago, a vivir en casa de unos parientes. Así, desde niño, Alberto empieza a experimentar la precariedad y la pobreza. Su madre, Ana Cruchaga, a pesar de las dificultades, encuentra formas para servir a los más pobres de un patronato. Fue un ejemplo que se graba en el corazón de su hijo. Le enseña que no es suficiente entregar dinero u objetos materiales a los menesterosos, sino que es importante tratarlos con respeto y darles cariño. Al morir el padre de Alberto, deja hipotecada la hacienda por deudas contraídas que no pudo solventar. Unas cuantas horas antes del remate, surge un comprador, que al ver la urgencia que existía por venderla, se aprovecha de las circunstancias y ofrece pagar únicamente la mitad de su valor. La madre de Alberto acepta con tristeza el ofrecimiento a pesar de considerarlo injusto. Este hecho trastorna completamente la vida de la familia y los condena a vivir con unos parientes que no les dan buen trato y los consideran arrimados.
En 1909, Alberto ingresa al Colegio San Ignacio dirigido por los padres jesuitas. Desde su adolescencia, su director espiritual es el padre Fernando Vives, quien le ayudará a vivir grandes experiencias de Dios. Así se despierta su vocación sacerdotal. A los 16 años pide entrar a la Compañía de Jesús, pero los jesuitas le aconsejan esperar, considerando la penosa situación económica de su madre. Por ello, Alberto ingresa a la Universidad Católica de Chile a estudiar leyes. Mientras tanto sigue buscando activamente nuevas formas de servir a Dios y al prójimo mediante trabajos apostólicos con los pobres y a través de sus propios estudios. En 1923 se recibe de abogado. En esos momentos recuerda las penurias que su madre sufrió por haber vendido la hacienda tan desventajosamente, y toma la decisión de ir en busca del hombre que la compró. Habla con él para que le restituya la cantidad de dinero que no pagó, pero el malvado prepotente se burla y le dice que no le dará un solo centavo. Alberto se va con la idea de demandarlo a pesar del tiempo transcurrido -por haber obtenido una ganancia ilícita, pero su madre le aconseja que no lo haga y que no guarde rencores en su corazón. De esa manera, aquel buen hijo se olvida del asunto, lo perdona y se concentra en continuar trabajando para ayudar a su madre y servir al prójimo. Transcurre el tiempo, y una noche, al estar rezando en la capilla al Sagrado Corazón de Jesús, un hombre pregunta por él. Es el mismo que diez años atrás adquirió la hacienda de manera ventajosa. Habla con Alberto y le dice que está arrepentido por todo el daño que le causó a su madre, y que se encuentra en ese lugar para entregarle personalmente la diferencia del dinero que había omitido cuando hizo la compra-venta. Alberto lo invita a entrar en la iglesia y él le dice que no puede, porque en la vida ha hecho el mal a mucha gente. Alberto le menciona la hermosa parábola de “La Oveja Perdida” y le insiste que entre a la casa de Dios. El sacerdote jesuita Fernando Vives, que conocía perfectamente los antecedentes de este hombre, llega en esos momentos, y se queda sorprendido de su arrepentimiento, por lo que considera la transformación como un verdadero milagro. Lo escucha en confesión, y en el nombre de Jesucristo le perdona todos sus pecados.
Providencialmente, debido a la entrega de esos dineros, la situación económica de la familia Hurtado Cruchaga mejora. Ello le permite a Alberto cumplir su anhelo de ingresar a la Compañía de Jesús el 14 de agosto de 1923 en Chillán. La larga formación religiosa lo alejará de su madre y del país por once años. Estudia en Argentina, en Barcelona y en Lovaina, Bélgica, donde además de Teología sigue la carrera de Pedagogía.
El 24 de agosto de 1933, cuando tenía poco más de 32 años, es ordenado sacerdote en Bélgica. El mismo día pone un telegrama a su madre enviándole su bendición sacerdotal. El 25, el padre Alberto Hurtado celebra su primera misa. En 1935 obtiene el título de doctor en Ciencias Pedagógicas. Sus compañeros y superiores de esa época dan testimonio del cariño y admiración que sienten por este jesuita chileno que se destaca por su piedad, alegría, dedicación a los estudios y caridad. “Un hombre verdaderamente eminente”, dirán de él.
Al volver a Chile, en febrero de 1936, el joven sacerdote comienza un intenso apostolado. Diariamente imparte los sacramentos que unen al hombre con Dios en la fe y en el amor. En su maleta sacramental lleva la Sagrada Eucaristía a los enfermos, y en un “contador de confesiones” registra las veces que limpia el alma de sus feligreses. Por las noches el Padre Hurtado sale en su camioneta verde a buscar niños y jóvenes vagabundos que se encuentran ocultos por la oscuridad de la ciudad o bajo los puentes del río Mapocho que atraviesa toda la ciudad de Santiago y que se nutre con el agua que baja de la Cordillera de los Andes. Los llama e invita a acompañarlo para que formen parte de lo que más adelante será “El Hogar de Cristo”. Como doctor en Educación dedica la mayoría de sus fuerzas a la formación y a la dirección espiritual de sus alumnos. Es profesor en el Colegio San Ignacio, en el Seminario Pontificio, en la Universidad Católica y en una escuela nocturna. También imparte muchas conferencias y retiros espirituales. Diariamente se despierta a las cinco de la mañana y se dirige a una palangana que se encuentra colocada sobre una pequeña mesita. Mete las manos en ella y baña su rostro diciendo: “Agua, hazme despertar, para a Cristo poder orar”.
Con los jóvenes el Padre Hurtado tiene una gran sintonía. Comprende sus anhelos e inquietudes. Llama a muchos por su nombre. Se muestra alegre y cordial. Los escucha con atención total y los aconseja. Acompaña a muchos jóvenes en su discernimiento vocacional. Suele despedirse de cada uno con un cariñoso “adiós patroncito”.
En 1941 es nombrado asesor de la Acción Católica, cargo con el que realiza una labor muy fecunda. Recorre Chile entero invitando a los jóvenes a conocer a Jesús y a compartir su ideal de vida. Congrega a miles en “El Cerro o morro de San Cristóbal”, portando cada uno antorchas que iluminan la noche, al mismo tiempo que se escucha de sus gargantas el grito de “Viva Cristo Rey”, motivándolos de esa manera para que se conviertan muy pronto en apóstoles que difundan el Evangelio. Más de un centenar de adolescentes, viendo a este jesuita lleno de Dios, sensible con los pobres y viril, optan por el mismo camino sacerdotal.
Para Alberto Hurtado, Jesucristo es simplemente todo: la razón de su vida, la fuerza para esperar, el amigo por quien y con quien acometer las empresas más arduas para gloria de Dios. Es un apasionado por Cristo, como lo ha encontrado desde joven en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Ve a Jesús en los demás hombres y mujeres, especialmente en los pobres: “El pobre es Cristo”- repetía. Como sacerdote se siente signo personal de Cristo, llamado a reproducir en su interior los sentimientos del Maestro y a derramar palabras y gestos que animen, sanen y den vida.
Cuando el Padre Hurtado se pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”, está revelando el secreto del camino de santidad, de “su ser contemplativo en la acción” (típico de la espiritualidad ignaciana). Ésa es la regla de oro que conduce su vida. No se trata de imitar mecánicamente lo que hizo Jesús… sino de tener la capacidad de discernir qué haría Él hoy, con la problemática que estamos viviendo en estos momentos.
Y cuando exclama “Contento, Señor, contento”, expresa su fe en Cristo resucitado. Las veces que pronuncia esa frase, lo hace tras noches de muy breve descanso, de fatigas acumuladas, con la cruz de la incomprensión de amigos y superiores. Con la cruz de dolores, soledades y acusaciones sin fundamento, envidias y mezquindades. Pero nada le borra la sonrisa de sacerdote crucificado y resucitado con Cristo. El Padre Hurtado siempre tuvo un corazón muy sensible al dolor de los pobres y marginados. Se siente impulsado con gran fuerza a luchar por anunciarles el mensaje de Cristo y por cambiar su situación. Él hace un constante llamado a abrir los ojos para mirar con honestidad la realidad social del país. Fruto de esta perspectiva es su libro titulado: ¿Es Chile un País Católico? (1941) Y otros que escribirá más adelante. Su mirada sobre los pobres no es una mirada estadística, sino la del evangelio, la del hermano: “Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo, es Cristo en persona que carga su cruz. Y como Cristo, debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a un hermano, como a un ser humano, como a nosotros mismos”. La pasión y el dolor con que el Padre Hurtado se refirió a la realidad de tantos pobres que viven en la calle -en un retiro dado a señoras de sobrada posición económica el 16 de octubre de 1944, da origen tres días después a una de sus obras más conocidas: el Hogar de Cristo, lugar de acogida y de educación para los marginados. Su intención al crearlo es devolver a esas personas su dignidad de chilenos y de hijos de Dios.
CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.
jacobozarzar@yahoo.com