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Más Allá de las Palabras / UN ASUNTO QUE DEBERÍA PREOCUPARNOS

Jacobo Zarzar Gidi

Los seres humanos hemos vivido siempre con la incertidumbre de la fecha de nuestra muerte. Sin embargo, eso nos impulsa a estar preparados y dispuestos a “cambiar de casa” en el momento en que menos lo esperemos. Todos sabemos que esa fecha puede no estar muy lejos. Cualquier día puede ser el último. Las personas que murieron la semana pasada, jamás se imaginaron que ya no tendrían más tiempo para merecer.

Cada día es una oportunidad valiosa para hacer el bien, y de nosotros depende llenar el libro de nuestra vida de cosas maravillosas o de errores y manchas.

El Señor se presentará cuando menos lo pensemos: “vendrá como un ladrón en la noche”. Esta verdad nos obliga a permanecer vigilantes y sobre todo desprendidos de lo terreno. Posiblemente dispondremos a partir de hoy, de una semana, tal vez un mes o un año, nadie lo sabe, de lo único que estamos seguros es que también nosotros pasaremos por ese duro trance. Los enfermos terminales se dan cuenta que muy pronto se acabará para ellos la preocupación diaria por las cosas de este mundo; llegará a su fin el esfuerzo que siempre hicieron para darle a su familia lo más indispensable; serán cosa del pasado las alegrías, las tristezas, las reuniones sociales y las grandes satisfacciones que la vida regala; sin embargo, están conscientes de que todo habrá de continuar por un tiempo determinado para los que se quedan. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto, sería un grave error. Nada nos llevaremos; aquí se quedarán los bienes que pudimos adquirir, los dineros que con tanto sacrificio pudimos ahorrar y los sueños que no pudimos alcanzar. En los últimos meses he podido observar con mucha compasión y asombro algunos moribundos que ya quisieran un día más de vida, un día más a pesar de sus intensos dolores que no pueden controlar ni siquiera con morfina. Pero también he visto a muchos seres humanos que al no estar enfermos, no valoran sus días y los desperdician miserablemente en cosas vanas e intrascendentes.

La fe nos dice que la muerte de los hijos de Dios será sólo el paso previo, la condición indispensable, para reunirnos con Aquél que pensó en nosotros desde el principio de los tiempos con la finalidad de permanecer con Él por toda la eternidad. En la medida que vayamos creciendo en el sentido de la filiación divina, perderemos el miedo a la muerte, porque sentimos con más fuerza el anhelo de encontrarnos con nuestro Padre, que nos espera con ese amor increíble que nos dará seguridad, cobijo y protección. Muchos, sin embargo, no tienen en su corazón esa nostalgia del cielo porque se encuentran satisfechos de su prosperidad, confort material, fama y dinero. Se sienten como si estuvieran en casa propia y definitiva, olvidando que no tenemos aquí morada permanente y que nuestro corazón está hecho para los bienes eternos.

En el mundo ruidoso y desconcertante en que vivimos, son muy pocas las personas que se preocupan a fondo por su salvación eterna. No se han puesto a reflexionar en la gran importancia que tiene ese cambio de una morada temporal, a otra, que será “para siempre”. Algunos sacerdotes católicos afirman temerariamente “que ya todos estamos salvados”, “que no necesitamos preocuparnos por el destino de nuestra alma, porque Dios en su infinita misericordia salvará a toda la humanidad”. ¡Ojalá fuera cierto, porque sería una gran tragedia que alguien se condenara para toda la eternidad! ¡Sería algo terrible que un solo ser humano estuviese para siempre lejos del amor de Dios! El Señor es infinitamente misericordioso, pero también nos han enseñado que es eternamente justo. Esos sacerdotes que menciono, basan su afirmación en que Jesucristo nos redimió, liberándonos con su muerte del pecado. (Recordemos que redimir significa liberar por medio de un rescate).

Después del pecado original, éramos esclavos del demonio y no podíamos alcanzar el cielo. Jesucristo pagó el rescate con su propia Sangre, derramada en la cruz. Desde ese momento, el cielo está abierto para nosotros, pero, el pecado sigue amenazando a cada alma en lo individual. Con el libre albedrío de que disponemos, cada quien puede escoger entre el bien y el mal, y de eso depende su salvación. Si todos estuviéramos salvados de antemano, ¿qué necesidad habría tenido Dios para darnos los diez mandamientos? ¿Y para qué nos dotó de esa maravillosa conciencia que en forma silenciosa pero certera nos indica con toda claridad si obramos bien o mal? ¿Y para qué se pasan horas enteras los sacerdotes en el confesionario perdonando en el nombre de Jesús nuestros pecados? Nuestro Señor Jesucristo es el único camino para salvarnos, y para conseguirlo debemos amar a Dios por encima de cualquier persona o cosa, realizar buenas obras y no morir en pecado mortal.

Al tema de la salvación de nuestra alma no le damos la importancia que merece, tal vez porque no queremos hablar de la muerte. Son muchos los que prefieren no tocar el tema, a pesar de que el reloj de la vida continúa inexorablemente su marcha.

El precio que Jesucristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Así nos mostró la gravedad del pecado y cuánto vale nuestra salvación eterna. Morir en gracia de Dios debería ser el deseo más importante de nuestra vida, porque quien se equivoca en ese trance no podrá rectificar en toda la eternidad. Así como es la vida de cada uno de nosotros, así será nuestra muerte: vida mala, muerte mala; vida buena, muerte buena. Aunque a veces se dan conversiones a última hora, éstas son pocas; y no siempre ofrecen garantías. Lo normal es que cada cual muere conforme ha vivido. Vivir el amor de Jesucristo aquí en la tierra es el mejor antídoto de que disponemos contra los temores que sentimos por la muerte. Tomando en cuenta que el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, no estaremos tranquilos hasta que finalmente lleguemos a Él. Poco antes de fallecer, San Carlos Borromeo pronunció unas hermosas palabras que nos hacen reflexionar e incrementan nuestra espiritualidad: “ya voy Dios mío, ya voy...”.

jacobozarzar@yahoo.com

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