¿Y SI ME FALTARA POCO TIEMPO?
El Señor Jesús dijo a sus discípulos: Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas, para que, al llegar él y llamar, al instante le abran. Dichosos los siervos aquéllos a quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirlos. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos. Vosotros sabéis bien que, si el amo de casa conociera a qué hora habría de venir el ladrón, velaría y no dejaría horadar su casa. Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre. (Lucas 12, 35-40).
La fe nos dice que nuestra muerte será el encuentro con Cristo, a quien hemos amado y procurado servir a lo largo de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre Nuestro. Allí en el Cielo, donde se nos ha preparado un lugar, nos espera Jesucristo, con el que hemos dialogado tantas veces.
De ese trato habitual con Jesucristo nace el deseo ardiente de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas y temores acerca de la muerte. Es muy importante que fomentemos esa esperanza de llegar algún día a estar junto a Jesús. La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria, porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas obras.
No existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. “Estaremos con Cristo y veremos a Dios; promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente”.
El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: “La voluntad de mi Padre, que me ha enviado es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día”. La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano. Para describir con pocas palabras lo que será el Cielo, recordemos que “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman”. Esto nos permite preguntarnos: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que somos todos nosotros?
Además del gozo inmenso de contemplar a Dios, de ver y estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental que consiste en tener la compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados cuando ese ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que esté (el nuestro) ser mortal se revista de inmortalidad. San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada. La carne que ahora se encuentra enferma y padece dolores, es la misma que habrá de resucitar”. Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. “No habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más dolor, ni tendremos ya más hambre, ni más sed”.
No sabemos cómo ni dónde está el Cielo, ni cómo se forma ese lugar. Se trata de un gran misterio que está vedado para los que aún permanecemos en este mundo. Lo importante es quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Jesucristo, luchando todos los días para no caer en pecado, y si esto sucede, levantarnos y seguir adelante. Es importante recordar lo que dijo nuestro querido Redentor: “No todo el que me dice ¡Señor, Señor! Entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.
¿Cómo podemos decir que amamos a Dios si en nuestra jornada diaria no nos acordamos de Él ni para encomendarnos a sus cuidados, ni para darle gracias por todo lo que de Él recibimos, ni siquiera para decirle alguna vez que lo amamos? Muchas veces nos comportamos como hijos ingratos que no merecemos los dones que nos ha dado.
Pero, ¿y si nos faltara poco tiempo? ¿Qué haríamos al darnos cuenta que una grave enfermedad nos tiene al borde de la muerte? Cuando el sacerdote Jesuita San Alberto Hurtado Cruchaga (1901-1952) -originario de Chile, se enteró que estaba desahuciado por tener cáncer en el páncreas, dijo a sus más cercanos colaboradores: “Me he sacado la lotería”, “Ayúdenme a darle gracias a Dios”. “Podré llorar por la emoción, pero, créanme, estoy feliz, feliz”. “¡Cómo no estar contento!, ¡cómo no estar agradecido con Dios! ¡Qué fino es Él! Todas mis obras han prosperado; en lugar de una muerte violenta me manda una larga enfermedad para que pueda prepararme; me sostiene mi cabeza para que pueda arreglar tantos asuntos; me da el gusto de ver tantos amigos... verdaderamente Dios ha sido para mí un Padre cariñoso, el mejor de los Padres”. “Ustedes tienen que seguir. Procuren que en el Hogar de Cristo (lugar de acogida y educación para los marginados) haya respeto al pobre; que les cuiden sus camas, que las cucharas y los platos estén limpios. Busquen al pobre, él es Cristo, trátenlo con amor y respeto: ¡Bendito sea Dios! ¡Cómo no estar contento cuando voy a Él! Él es mi Padre ¿qué puedo temer?”. “Dignifiquen al pobre; que Cristo tenga menos hambre, menos sed, menos frío”, al empeorar su salud, ordenó que las puertas de su alcoba permanecieran abiertas para quien quisiera verlo y despedirse. En los mayores dolores, repitió la máxima que tanto aconsejaba y dijo toda su vida: “Contento, Señor, Contento”.
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