Desde pequeños, malamente, se nos infunde el miedo a los muertos.
Todo lo sobrenatural nos resulta aterrador, aunque nos puedan gustar las historias de terror o los cuentos de miedo.
Eran memorables aquellas sesiones televisivas que nos recetábamos mis hermanas y yo, viendo, envueltos en cobijas, los programas de Boris Karloff. Aquel actor británico que sabía manejar magistralmente el suspenso y el terror y cuyo verdadero nombre era: William Henry Pratt.
En la radio solíamos también, en determinada época del año, escuchar aquel programa de: “Apague la luz y escuche...”, en el que se narraban cuentos de ultratumba que nos ponían los pelos de punta.
Cuando salíamos de campamento, nos gustaba también rodearnos de la fogata y que algún adulto nos contara, envueltos en la noche oscura, historias macabras. Y nunca faltaba el travieso que, a media historia, le echaba agua a la lumbre, para que crepitara en forma horrenda, lo que le añadía un efecto aún más feo a la sesión.
Se nos inculca temerle a los difuntos, por el solo hecho de serlo, aunque yo he contado en este espacio, que a mí me agradaría mucho platicar con los míos.
Charlar con los seres queridos que ya no están con nosotros debe ser gratificante y aleccionador.
Por eso sostengo que no le temo a los muertos. Más miedo les tengo a los vivos.
Le temo a los hombres sin entrañas que gozan haciendo sufrir a su prójimo.
Porque los vivos sí matan, lastiman, roban, torturan, agreden insultan, hieren. Ellos son capaces de incurrir en las peores infamias. Los muertos no nos causan daño.
Nosotros solos nos causamos un estado de tensión terrible y nos infartamos del miedo.
Yo les temo a los hombres que son capaces de apretar un botón y desatar una guerra nuclear.
A los que fabrican bombas y las hacen detonar como en Japón, al fin de la segunda guerra.
Porque fueron capaces de masacrar a millones de personas y dejar una estela de afectación por muchos años.
Temo a los que son capaces de tomar un fusil y disparar contra una población inerme o a los que se divierten torturando a los prisioneros de guerra.
Temo a los que sin remordimientos, destruyen bosques, talan selvas y contaminan aguas. A los que matan cobardemente a animales indefensos y les quitan la piel para comercializarla.
Temo a las madres que abandonan a sus hijos, sólo por considerarse incapaces de mantenerlos. O los hijos que abandonan a sus padres en un asilo para no tener que atenderlos.
Temo a los hombres que cobardemente golpean a sus mujeres e hijos, porque son incapaces de dominar su ira y por ello abusan de su fuerza.
Temo al hombre que no se conduele de los niños de la calle, de la anciana que pide limosna o del discapacitado que solicita un poco de ayuda.
Temo a aquel que no se enternece ante la sonrisa de un niño o no disfruta de una puesta de sol.
Del que no vibra con las notas de una hermosa sinfonía o no tiene un solo recuerdo grato al escuchar una canción de amor.
Temo al hombre que me habla de un Dios de castigo que con flamígero dedo me condena a una pena eterna, sin tomar en cuenta mis flaquezas.
Temo al que no sabe descubrir el amor de una mujer con tan sólo mirarla a los ojos.
Temo a toda aquella persona que no es capaz de sentir amor y actuar en consecuencia.
Les temo a todas ellas... Pero no a los muertos.
Por lo demás, “Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano”.