Todas las naciones tienen heridas. Algunas de profundidades insalvables. Pensemos en la antigua Yugoslavia. En Ruanda, en Sudán. Diferencias raciales, religiosas, étnicas políticas. Debilidad institucional, ignorancia, pasiones desbocadas, ausencia de tolerancia. La mezcla es explosiva. Con frecuencia las divisiones son inevitables. Pero las naciones no pueden dividirse al infinito. Sería caer en la autodestrucción, en la ofrenda en beneficio de la voracidad de los otros. Más aún en un mundo global. Por ello en todo Estado-Nación existe un principio primario de unidad. Mentar la unidad para negar las diferencias, en el extremo, puede ser profundamente autoritario. Fomentar la división, suicida.
Los Estados Unidos vienen de una fragmentación histórica entre norte y sur que lentamente han logrado superar. Allí la división racial o mejor dicho el racismo era, hace apenas medio siglo, en la primera potencia del mundo, un asunto legal, de todos los días. Los odios entre irlandeses, católicos y protestantes, con cientos de muertos detrás, apenas van encontrando una vía de solución. Muchas heridas nunca sanan, simplemente dejan de supurar. Muchos españoles siguen llorando la Guerra Civil, pero aceptan la España de hoy. La nueva herida se llama ETA. Los franceses tienen tensiones severas con sus inmigraciones. La violencia no ha estado ausente.
Qué decir de Sudáfrica o de Nicaragua con su reciente guerra fratricida, o de Guatemala o de China con la Revolución Cultural o en su relación con el Tíbet. Oriente Medio es una palabra que en sí misma ya conlleva la idea de confrontación, violencia, muerte. Argentina o Chile con sus cruentas dictaduras, recientes en la historia, no son la excepción. La lista no acaba. Las heridas entre naciones también conforman un inacabable expediente. Pensemos en Hitler cruzando el Arco del Triunfo en París. ¡Quién viera al presidente francés y al canciller alemán abrazándose! ¿Acaso ya se olvidaron los horrores de hace medio siglo, puede el genocidio ser olvidado en los Países Bajos o en Polonia, hoy importante socio comercial de Alemania? Por supuesto que no. Pero la vida prevalece. Nunca cancelar la memoria, pero no ser su esclavo es la opción.
¿Quién tiene la razón? En algunos casos los asuntos parecieran claros: cómo aceptar la opresión, la tortura, el asesinato, qué decir de los Gulags en la Unión Soviética, de los hijos de las madres de la Plaza de Mayo o de los horrores chilenos. Pero en otros casos, además de los culpables individuales y concretos, está la necia cultura. ¿Quién puede hoy en público defender el antisemitismo o el racismo o la homofobia? Nadie. Pero en privado las resistencias persisten. Lo que va cambiando es la forma de leer al mundo. Sin embargo, la cultura política se mueve muy poco a poco. Todavía hay países en que la mayoría de los moradores prefiere un régimen de mano dura que una democracia. En México es casi un tercio.
Los grandes juicios rara vez ocurren. La justicia jurídica tiene un camino lleno de obstáculos. En ocasiones los individuos pueden ser llevados a juicio, pero ¿y la cultura? Stalin, Mao, Pol-Pot, Franco, Pinochet, Somoza, se salieron sin que la justicia los arrinconara. Atrás hubo, aunque duela admitirlo, millones que los respaldaron. Esa es la tragedia histórica. Pero las naciones deben seguir adelante. México tiene varias heridas. La centenaria relación injusta con los pueblos indígenas, la represión del porfiriato, la falta de democracia del régimen autoritario, la represión sobre ferrocarrileros y por supuesto el 68. Hay más, pero con ésos tenemos para refrescar la memoria. En ocasiones cuando la justicia a secas no se obtiene, sigue existiendo la posibilidad de acudir a la historia. Es el caso. Pero hacer historia es un oficio muy delicado.
Durante la gestión de Juan Ramón de la Fuente en la UNAM, siendo Gerardo Estrada coordinador de Difusión Cultural y con el fino trabajo de Sergio Raúl Arroyo y Alejandro García Aguinaco, se tomó la decisión de aprovechar el espacio donado a la UNAM por el GDF, la antigua y dañada Cancillería de Tlatelolco, para erigir un Memorial del 68. La idea parecía un laberinto insalvable. Pero no fue así. En el Memorial del 68 se presentan los testimonios de los principales protagonistas, un excelente material gráfico, a veces inédito, y la historia de dudas y certidumbres, todo enmarcado en un contexto internacional convulso, lleno de energía, confuso, libertario, anárquico, bipolar, locuaz, imaginativo, de búsqueda y de certezas insolventes. Quien quiera llegar allí a ratificar la condena a Díaz Ordaz y Echeverría, a todo un régimen, se puede ahorrar la visita. La condena está dada. Pero la exposición Memorial del 68 (ya está el espléndido libro) va más allá, es un fino trabajo que sólo le reserva las conclusiones al visitante. ¿Infiltración comunista o sublevación popular? ¿Guantes blancos, sí o no? ¿Divisiones en el CGH o invenciones del Estado? ¿Echeverría, Díaz Ordaz hasta dónde? ¿Cuántos los muertos? Un muerto son muchos, ¿pero cientos son mucho peor? ¿Quién miente? ¿Hay acaso un negocio de la tragedia? Un ex-presidente está muerto y para fines jurídicos Echeverría tampoco sirve. Pero nos queda la memoria. La memoria de una tragedia que debemos digerir sin perdonar. Ésa es la invitación que se nos extiende. Quien quiera permanecer en la fácil explicación mejor que no acuda. La complejidad es la trama.
Ahora que entramos a 2008 vale la pena pensar en la necesaria reconciliación a través de la memoria.