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Mensaje desde Oceana

Jesús Silva-Herzog Márquez

Utopista y maquiavélico; materialista y republicano. E inglés. James Harrington (1611- 1677) fue un contemporáneo de Thomas Hobbes a quien admiró profundamente. Llegó a hablar de él como “el mejor escritor que hay hoy día en el mundo”. Como el autor del Leviatán, Harrington buscó un fundamento científica para explicar la política, pero no recurrió a la geometría sino a la anatomía para tratar de explicarla. Las abstracciones hobbesianas le resultaban frías, incapaces de capturar las complejidades de la historia y el poder. Por eso acudió a Maquiavelo en busca de claves para ponderar la vitalidad de la política. En 1656 Harrington describió una ciudad perfecta de nombre Oceana. En las páginas de Oceana describió la organización y la estructura de un país feliz. Se trataba, en efecto, de una obra de ficción, a través de la cual lanzaba críticas severas a su tiempo.

Sin tener la gracia literaria de otras utopías, La república de Oceana logra exponer una denuncia aguda y trazar bocetos claros de transformación. La miseria económica y política de las naciones parece tener una misma raíz: la inmovilidad. Cuando las propiedades y los cargos públicos quedan atrapados por un grupo de personas la comunidad está perdida. Es indispensable poner las tierras y los encargos gubernativos a circular constantemente. Sin ese movimiento, la república se corrompe. El alegato de Harrington es inequívocamente igualitario: ahí donde hay desigualdad de riquezas, habrá desigualdad de poder. Y no puede establecerse una república donde prevalece la desigualdad. Por ello era necesario distribuir la propiedad de la tierra y asegurar la rotación política. El republicano inglés relacionaba el vigor del régimen con el constante relevo de los liderazgos. Como el cuerpo humano requiere de la circulación de la sangre, el cuerpo político demanda la circulación de los gobernantes. Sin el flujo de la sangre, el cuerpo humano (o el político) se gangrena. El parlamento, como corazón de la república, requería absorber y bombear sangre fresca. No hay criatura que sobreviva sin movimiento, detenida en sí misma, retenida en su pasado.

Pocos autores en la historia del pensamiento político occidental han acentuado con tanta claridad la relevancia de oxigenar el poder a través de un relevo constante. Con un aire que los marxistas reconocerían cercano, Harrington sostuvo que el poder se levanta desde la estructura de la propiedad. Más que pensar qué permisos tiene el soberano, habría que resolver, quién lo alimenta a él, y a sus tropas. También alertó sobre la concentración de poderes en una sola institución. Pero remarcó, sobre todo, el necesario límite temporal de los encargos políticos. Si Montesquieu subrayó las bondades de los contrapoderes, Harrington insistió en las virtudes del reemplazo. Bajo esa cronometría política, el gobernante sabe que su responsabilidad es breve y que más pronto que tarde regresará a la condición privada. El ciudadano, por su parte, entiende que la responsabilidad de decidir por la comunidad no es propiedad exclusiva, que es asunto de todos. Sólo hay república ahí donde los cargos viajan de una ciudadano a otro.

Un Artículo de la Constitución mexicana sostiene que el pueblo mexicano decidió constituirse en una república. La palabra se pronuncia y se repite con la irreflexión de las frases hechas: república democrática y federal. Si la palabra tiene algún sentido significa que no hay reyes ni aristocracia en México y que no se conceden por aquí títulos nobiliarios. Significa también que el poder surge de elecciones periódicas y dura (relativamente) poco. Que México sea una república implica, en una palabra que no hay poderes perpetuos. La periodicidad del voto es relevante: determina la duración de los encargos, enmarca el horizonte para alcanzar las metas de Gobierno y fija un tiempo límite para la rendición de cuentas. La vida republicana se apega a un calendario y estructura la legitimidad de quienes ejercen el poder de modo provisional: eres presidente durante estos seis años; ocupas la diputación durante este trienio. Mientras el monarca lo es por siempre, el representante ciudadano puede serlo mientras dura su periodo.

Si ésa es la base de la organización republicana, resulta claro que en el país se abren hoy reinados antirrepublicanos. El mundo sindical parece nuestra gangrena más visible. Descubrimos por la prensa que el sindicato de maestros, a través de una votación apresurada—¿para qué perder el tiempo discutiendo la eternidad de lo incuestionable?— decidió prolongar el mandato de su dirigente, convirtiéndolo en vitalicio. El Consejo Nacional Extraordinario del SNTE decidió por unanimidad que la presidenta del sindicato permanezca a la cabeza del gremio, sin establecer fecha límite a su comisión. El excepcional consejo dispuso también que la eterna líder renovara por sí misma las dirigencias seccionales del sindicato.

El orden republicano no puede limitarse a la representación estrictamente constitucional. El orden republicano debe prevalecer en todos los órdenes de la vida política nacional, exigiendo el relevo de dirigentes y representantes, estimulando la circulación de los liderazgos y la constante rendición de cuentas. El poder no está solamente en los órganos constitucionales, está también en aquellos instrumentos de la representación social que ejercen relevantes funciones de mando. Los sindicatos de liderazgos eternos y cuentas secretas son los principales enemigos de ese régimen circulatorio. Al escándalo que merece la perpetuación de la lideresa magisterial, debe seguir la intervención del poder público para instaurar, en los sindicatos, la república.

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