Al pueblo mexicano se le anuncia el progresivo agotamiento de su petróleo, recurso que durante décadas ha sido motivo del orgullo nacional más acrisolado. Las consecuencias no se dejarán esperar: gradual reducción de exportaciones, quebranto fiscal y el espectro de pronto pasar a importadores netos de crudo después de contarnos entre los exportadores mundiales más importantes.
Se marca así el fin de una larga época de confianza nacional que abarcó prácticamente todo el siglo XX y en la que todo mexicano, rico o pobre, se complacía en la solvencia de su respaldo.
El sustantivo cambio coincide con una reestructuración que desde tiempo viene fraguándose en el escenario energético mundial. Poderosas realidades ecológicas a las que se añaden urgencias geopolíticas obligan a utilizar productos agrícolas, biomasas y desechos forestales para producir una revolución energética tan profunda como fue la introducción de los hidrocarburos.
Una apretada cadena de retos se nos presenta como respuesta a estos hechos. No hay tiempo que perder. Las consecuencias de no actuar con acierto y celeridad percutirían negativamente en el nivel de vida de todos los mexicanos.
No podemos abandonar nuestra posición de proveedores importantes de petróleo a los mercados mundiales, tanto por razones de mantener nuestros ingresos de divisas, como para sostener los ingresos fiscales. Hay que cuidar celosamente las reservas que tenemos y cuya vida se calcula al ritmo actual de explotación en nueve años. Debemos destinar el máximo posible a los mercados internacionales de crudo, esperando que se mantengan precios atractivos para nuestras mezclas.
Hay que invertir cantidades muy importantes en las exploraciones para encontrar nuevos yacimientos que sustituyan a los de Cantarell. Entre las perspectivas más atractivas se encuentran los yacimientos del Golfo de México que hay que compartir con Estados Unidos y Cuba. Estas inversiones tendrán que provenir de fuentes internacionales que complementen fondos mexicanos. En 1938 el ahorro popular se vertió generoso. Hay capitales nacionales capaces de contribuir hoy a este esfuerzo.
Urge sustituir sin más demora gasolinas y diesel con combustibles partiendo de materias primas agrícolas y forestales, como desde hace décadas lo ha hecho Brasil y ahora es prioridad para Estados Unidos. Para México es más conveniente destinar nuestro tradicional cultivo de caña de azúcar para producir etanol como gasolina y así utilizar el potencial cañero superavitario. Habría que aumentar los rendimientos por hectárea para no sustraer un exceso de tierras a este cultivo.
Nada debe desviarnos de esta estrategia que nos permitirá mantener nuestra posición exportadora internacional lo más posible, mientras construimos nuestras propias estructuras energéticas autónomas favorables a nuestros agricultores que nos eviten importaciones de crudos.
La reestructuración energética permitirá liberar mayores proporciones de nuestro escaso crudo para la petroquímica que añade valor al petróleo, alentando la industria nacional, completando cadenas productivas e incrementando los ingresos por concepto de exportaciones más elaboradas.
Los pasos mencionados generarán más empleos tanto en el campo como en la industria.
La reestructuración financiera/fiscal de Pemex ya inaplazable, es ocasión para articular a la paraestatal con una gran estrategia energética moderna que resuelva todos los variados elementos mencionados en un programa de estímulo a la industria y al empleo.
De lo que se trata es sortear con agilidad e inteligencia las complejas situaciones que la recomposición del escenario geopolítico de los combustibles significa para México que, a querer o no, es pieza importante en el tablero energético internacional.
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