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No se necesita ir muy lejos para darnos cuenta que México ha perdido competitividad ante el extranjero, especialmente en el codiciado mercado turístico.
Un reciente viaje a tierras tapatías fue suficiente para observar que México se salió del alcance de los turistas de carne y hueso, es decir de aquellos que como usted y como yo queremos pagar sólo lo justo y razonable.
Desde nuestra salida por Tijuana comenzaron las sorpresas: un refresco en bote en el aeropuerto costó 25 pesos mientras que por un jugo de naranja pagamos 52 pesos, precios por demás superiores a los de Estados Unidos.
Por el vuelo redondo en una de las nuevas aerolíneas de supuesto bajo costo entre Tijuana y Guadalajara desembolsamos más de 300 dólares, por mucho menos hemos volado de San Diego a Nueva York o Miami en compañías que además no engañan con el truco de ofrecer un vuelo barato, pero con un cargo escalofriante en impuestos.
En la capital jalisciense ya no hay nada barato. Las dejadas de taxi que antaño andaban sobre los 25 y 30 pesos hoy no bajan de cincuenta pesos sin contar las propinas.
En los hoteles puede obtenerse tarifas menores a los mil pesos por habitación, pero a la hora de cenar o desayunar se despachan con la cuchara grande: una tampiqueña anda sobre los quince dólares, las enchiladas sobre los diez dólares y de nuevo el refresco de cola por encima de los dos dólares.
Guadalajara, al igual que otras grandes ciudades mexicanas, está invadida de las franquicias de comida rápida que han pegado duro a las tradicionales taquerías y restaurantes mexicanos.
Quizá por ello también los tacos y sopes han subido a precios inalcanzables para el turismo. Así un sope de chorizo cuesta 16 pesos y veinte pesos el de carne asada.
En los centros turísticos la situación es mucho más seria. Un amigo intentó reservar un hotel de la Riviera Maya para pasar el fin de año con su familia, pero se fue de bruces al recibir una tarifa de doce mil dólares por dos habitaciones durante siete días, incluyendo alimentos y bebida, pero sin avión ni transporte terrestre.
“Por la mitad de precio obtuve un espléndido crucero por el Caribe”, espetó nuestro cuate que al igual que otros mexicanos están huyendo al extranjero de compras y vacaciones.
Así las cosas no fue sorpresivo leer durante nuestro paso por Guadalajara que México se convirtió en el país más caro de Latinoamérica por encima de Chile, Brasil y Argentina.
Un estudio del Banco Mundial, difundido esta semana, señala que México tiene precios relativos del 81 por ciento de la media mundial, siete puntos arriba que Chile y doce de Brasil.
Durante este diciembre el sector privado expresó su preocupación por la enorme fuga de compradores mexicanos a Estados Unidos misma que ha superado las marcas de los últimos años a pesar de los vaivenes económicos.
Evidentemente muchos comerciantes y prestadores de servicios se han salido del huacal sin que exista autoridad alguna que los meta en cintura. Ya se habla de un nuevo Pacto de Solidaridad que podrá controlar los precios temporalmente, pero no resolverá el problema de fondo entre la oferta, la demanda y algo muy importante: la productividad mexicana.
Pero quizá la explicación más objetiva en este desbalance es que el dólar vuelve a estar subsidiado por una paridad ficticia como resultado de los enormes ingresos del petróleo.
La situación tiene cierta similitud con los años noventa cuando se vivió una paridad irreal entre el peso y el dólar que combinada con los sucesos políticos de 1994 ocasionó el peor estallido económico y financiero en la historia reciente de México.
Por lo pronto los mexicanos sufrimos en serio esta carestía en el comercio y los servicios turísticos que nada tiene que ver con una mejora en los ingresos de la población.
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