En el Potrero vive doña Rosa. Su casa es pequeñita, de dos cuartos. En uno entramos todos: la cocina. En el otro nadie entra aparte de ella: la recámara.
Doña Rosa es una gota de agua. Tiene tres vestidos nada más, pero su ropa albea, pues ella no deja pasar un solo día sin lavar y planchar. En el trastero los platos de peltre brillan como si fueran de plata. El piso, de tierra, parece de alabastro a fuerza de escoba y trapeador. Y su jardín... ¡Ah, su jardín! Ahí el maguey que llaman de Castilla, de grandes pencas amarillas y verdes; ahí las pomposas dalias de la sierra; ahí las gladiolas aristócratas y el rústico dondiego; ahí los grandes coyoles y el diminuto amor de un rato, cuyas mínimas flores duran menos que las promesas de un amor eterno.
Para doña Rosa su casa es todo el mundo. Gracias a ella, entonces, todo el mundo está lavado y planchado. Si por mí fuera le entregaría los cinco continentes, y esta señora tan señora los haría florecer con su amor a la vida, que no es amor de un rato, sino eterno amor.
¡Hasta mañana!..