En el bosque soy un imperfecto extraño. Cuando camino por la vereda, entre los pinos, los pájaros azules avisan de mi presencia con alarma.
Eso me pone triste. Amo a la naturaleza; en sus prodigios veo la tarjeta de presentación de Dios. ¿Por qué ella no corresponde a mi amor haciendo que un pájaro silvestre se me pose en el hombro, como le sucedió a Thoreau?
No sé mucho del pecado original, pero he pensado que en eso consistió la perdición del hombre: no tanto en alejarse de Dios -¿quién puede alejarse de Él-, sino en apartarse de sus criaturas, en volverse distinto a ellas.
Gritan los pájaros azules para advertir de un riesgo que se acerca. El pensamiento de que yo soy ese peligro me llena de pesar. Quisiera tener la santa inocencia de Thoreau, aquel hombre bueno que ganó todo porque a todo renunció, y que supo que había recobrado el paraíso cuando una avecilla se le posó en el hombro y dijo su canción.
¡Hasta mañana!...