En el humilde cementerio de Ábrego hay una tumba olvidada que no tiene lápida. Los que pueden leer en las tumbas sin lápida saben lo que esa tumba dice sin hablar:
"Yo fui un hombre sin nombre. Viví la perfecta felicidad que, dicen, goza el que no es ni envidioso ni envidiado.
"No supe nunca de prédicas o teologías, pero fui pastor de ovejas, y mi vida fue libro que me mostró que el mundo es obra de alguien que está fuera del mundo. Lo aprendí en la regularidad perfecta de las estaciones; en el exacto camino de los astros; en la visión de la vida que se renueva tras la muerte. Vi nacer los corderillos, y vi surgir el brote de las plantas y de los árboles en la primavera. Ciego, loco o necio tendría que haber sido para no advertir esa fuerza ordenadora.
"Fui parte de la vida. Cuando llegó mi muerte la recibí con voluntad conforme, como parte de la vida. Y ahora vivo vida nueva. También yo soy parte de ese eterno orden".
Se interrumpen aquí las voces de la tumba. La muerte, igual que el vientre de la madre, no habla de la vida que lleva en su interior.
¡Hasta mañana!...