He llevado a mis nietos a la playa. El más pequeño corre por la arena en dirección al mar, y grita jubiloso:
-¡Voy a la alberca de mi abuelito Armando!
A mí me abruma la responsabilidad de ser el dueño de esa alberca sin límites, el mar. Por fortuna no ignoro quién es su verdadero dueño, y sé que cuida de ese mar, y de sus pescaditos, y de estos niños míos que en él mojan sus pies y ríen cuando la espuma les deja en los labios el vago regusto de su sal.
Sé que también cuida de mí, que no soy dueño de otro mar que el de mis confusiones, entre las cuales la única certidumbre es la del corazón, que con su carga de amores y recuerdos navega todavía, como el barquito de papel de un niño, por el inmenso mar de Dios.
¡Hasta mañana!...