Jean Cusset, ateo con excepción de las veces que mira a una madre con su hijo, dio un nuevo sorbo a su martini -con dos aceitunas, como siempre- y continuó:
-Maldigo a los que en nombre de Dios pusieron el miedo en los humanos. Maldigo a quienes nos quitaron el gozo de vivir haciéndonos creer que todo es pecado. Maldigo a quienes nos dijeron que el cuerpo es algo sucio, y que al decirnos eso nos ensuciaron el alma. Maldigo a quienes nos impusieron desde niños el peso de la culpa.
-Por ellos -siguió diciendo Jean Cusset- soñé pesadillas de infiernos y demonios. Por ellos tuve una idea torcida de Dios. Llenaron mi mente infantil de oscuros pensamientos que de milagro no me volvieron carne de siquiatra. Corrompidos, todo lo que tocaban con su desviada forma de creer lo corrompían. En cierta forma mi vida ha sido un esfuerzo continuado para librarme de las mentiras que ellos me enseñaron; para recuperar la belleza, la verdad y el bien que me quisieron arrebatar.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!...