En la calle de la Luz, en Sevilla, había un pequeño altar con la doliente imagen del Crucificado. Cuando don Juan pasaba por ahí hincaba la rodilla en tierra, se descubría devotamente y en silencio rezaba una oración.
La noche en que murió el gran seductor, atravesado por la espada de un rival, desapareció aquella imagen en su altar. Inútilmente los vecinos la buscaron. ¿Quién había cometido aquel sacrílego hurto?
El cuerpo de don Juan yacía en la capilla de los franciscanos, vestido con el hábito de la Tercera Orden. Alguien notó de pronto que las manos del muerto, antes vacías, tenían ahora la imagen del Cristo de la calle de la Luz. Sobre el pecho de aquel gran pecador, como sobre otro Gólgota, estaba el Crucificado.
Nadie pudo quitarlo ya de ahí. En vano trataron de arrancar el Cristo del pecho de don Juan. Parecían los dos un solo cuerpo. Así, juntos, se fueron.. Así, juntos, están.
¡Hasta mañana!...