Recuerdo, Terry, cómo me mirabas. Fijabas en mí tus ojos de agua, y tu mirada de perro era la misma de Adán cuando miraba a Dios.
No merecía yo tu adoración, amigo. Lo sabes bien ahora que ya no estás aquí. Pero me temo que no hay nadie que merezca el amor sin condiciones que su perro le da. Ese amor es perfecto, y los humanos tenemos todas las imperfecciones. "Dios hizo al perro -dijo alguien- para reparar su error de haber creado al hombre".
Si alguien merece el Cielo son ustedes, Terry mío: tú y los demás perros que en el mundo han sido. Imagino al buen Dios rodeado de una corte de arcángeles caninos, alados perros que con ladridos jubilosos cantarán las glorias del Señor sin dejarse distraer por algún gato que con su astucia se habrá colado ahí.
Pide por mí a Diosito, Terry. Quizá al final de la vida llegue a ser digno de ti.
¡Hasta mañana!...