No me lo va usted a creer, pero el pasado domingo me comí un bosque.
Fui a la sierra amadísima de Arteaga, en mi natal Coahuila. En ella me hallo cada vez que no me hallo. Se me abren ahí los ojos, cerrados de rutina, y veo muchas cosas. Esta vez vi una bandada de loros que pasó dejando caer su algarabía. Vi dos conejos como los de la fábula. Vi un camaleón que seguramente era artista, rojo sobre una piedra gris... Y vi un piñón.
Estaba el piñón en la piña, y estaba la piña en el pino. Lo saqué de su escondite, lo quebré, y tuve entre los dedos un milagro tan pequeño y tan grande como el evangélico grano de mostaza. ¡Qué hermoso color el del piñón! No hay otro igual. De una morena clara se dice que tiene la tez "apiñonada”. Debí haber hecho un pedestal y poner en él aquella diminuta maravilla. La verdad es que me comí el piñón. Me supo al bosque todo: a la resina de los pinos, a la fragancia del aire claro y limpio, a la frescura de los hilillos de agua subterránea que el árbol en muchos años absorbió.
Por eso digo que me comí un bosque. Todo el bosque está en un piñón, igual que en un niño están todos los hombres.
¡Hasta mañana!...