Soy un devoto aficionado a la ópera, ese absurdo y extravagante género en que la gente canta con un puñal clavado en el pecho o bajo los efectos de un tósigo mortal. Por eso sentí la muerte de Pavarotti, cuya magna, magnífica figura llenó la escena durante muchos años.
Asistí tanto a su aurora como a su atardecer. Oí en el Met uno de los primeros roles que cantó, el del duque de Mantua en "Rigoletto". Había en su voz sonoridades de trompeta; su timbre tenía claridad de luz. Muchos años después, en Mexicali, fui a aquel concierto aciago cuyo horario coincidió -impensado símbolo- con la puesta del sol. Ahí miramos, llenos de tristeza, el ocaso del ídolo.
Mueren los grandes divos, pero su voz no muere. Caruso, por ejemplo, canta cada día mejor. Así será con Pavarotti: oiremos sus grabaciones y pensaremos que vive todavía. Vive aún, en efecto. La grandeza de su arte jamás tendrá crepúsculo.
¡Hasta mañana!...