Las lluvias de verano hicieron que la vieja casa del rancho se resfriara, y hubo que llevar albañiles para que la curaran.
Fue la casa morada de la hacienda. Hace cien años estaba ya en pie. Sus muros son de adobe de 70 centímetros de ancho. En su cocina cabrían dos casas de interés social, y sus techos son tan altos que en ellos las voces resuenan como en la nave de una catedral.
Llegaron los albañiles; rasparon el enjarre. Y he aquí que se obró un prodigio. Entre los adobes había oro. Oro, sí, un oro ambarino de resinas de pino que ahí se conservaron durante más de un siglo y que brillaron cuando les dio la luz.
Pregunté a "la experiencia" -ese título lleva el hombre más viejo del rancho- y me dijo que en ese cuarto estaba la trementinera. Ahí se elaboraba el aguarrás, sacado de la savia de los pinos. Conservaban las resinas su aroma todavía, y percibirla era igual que oler la fragancia del bosque ya desaparecido. Igual vemos la luz de estrellas ya apagadas.
Llevo conmigo un trozo pequeñito de ese oro, de ese ámbar con perfume de siglos. Me va diciendo que todo vuelve, aunque el tempo se vaya.
¡Hasta mañana!...