No pertenecen al viajero los paisajes del trópico; le son ajenas esas llamaradas verdes que se enredan al alma como lianas; esas aguas del cielo y de la tierra que caen lluvia, o corren río, o se detienen pantano.
El paisaje de este viajero es el desierto. Lo ha visto desde niño y lo conoce. Sabe de su fiera belleza que algunos no pueden ver; siente íntimas sus inmensidades y cercanas sus lejanías.
Ha cruzado el viajero su desierto y ha mirado la flor de la biznaga y la pequeña criatura que desde su piedra atisba al mundo. Contempló el vuelo del gavilán y la sabia carrera del coyote. Cuando llegó la noche pudo ver el Camino de Santiago, la gran vía de luz sobre su frente, y sintió que podía alzar las manos y mojárselas de estrellas.
Aquí, en este paisaje desnudo, se desnuda el alma. Aquí, donde es tan fácil perderse, es muy fácil hallarse. Ama el viajero su desierto, y cuando vuelve a él es como si a sí mismo regresara.
¡Hasta mañana!...