Cada año mi esposa y yo traemos a nuestra casa un nacimiento. Tenemos ya 43, uno por cada año que hemos vivido juntos. Los hay de todos tamaños -uno está grabado en un grano de arroz-; los hay de distintos materiales y de diversos países.
El último lo traje este diciembre de Tonalá, Jalisco. Es el mayor de todos, tan grande que hubimos de ponerlo en el jardín. Me lo consiguió don Martín Enríquez, a quien agradezco haber puesto a mi alcance este prodigio colorido, asombro y maravilla de mis nietos, los más de ellos más pequeños que las figuras del portal. Ese Belén lo enriqueció Crucita, dueña de todas las bondades y dulzuras del verdadero pueblo mexicano, que nos ayuda en nuestra casa desde hace ya 30 años: al lado del buey y la mulita puso una gallina clueca protegida por un soberbio gallo de alta cresta. Y se ven bien: junto al Niñito Dios cabemos todos.
Cada año hay un nuevo nacimiento en nuestra casa. Y es que cada año queremos renacer en el amor donde se funda -donde se funde- nuestro hogar. En esos nacimientos está el nuestro; en ese amor reside nuestra Navidad.