Ingar Bergman (Archivo)
El cineasta sueco Ingmar Bergman, hombre clave en la cultura europea, fallece a los 89 años
MADRID, ESPAÑA.- Aunque Ingmar Bergman se considerara a sí mismo director de teatro antes que hombre de cine, los 60 títulos que realizó para la gran pantalla o para la televisión han abierto caminos fundamentales, estéticos y morales, que muchos otros cineastas han prolongado.
Partiendo frecuentemente de sus propias vivencias, Bergman ha filosofado en imágenes sobre la condición del hombre contemporáneo, desde su creencia en la posibilidad de algún dios, al que el autor en cualquier caso reprochaba su silencio, hasta la consideración de la muerte como único referente real del ser humano: El Séptimo Sello (1956), Fresas Salvajes (1957), Los Comulgantes (1962), El Silencio (1963)… son, en este sentido, algunas de sus películas más representativas.
Hijo de un severo pastor luterano que frecuentemente le castigaba, Bergman concebía la figura de Dios como un enigma, y al hombre, por su maldad, como un producto deforme de la naturaleza, al decir de sus propias definiciones.
Inquieto por la dificultad de los seres humanos para entenderse entre sí, reflexionó en algunas de sus películas sobre las relaciones de pareja y la incomunicación -Persona (1966), La Carcoma (1971), Gritos y Susurros (1972)-, o explicitó su terror al abuso de los poderosos y a la guerra -La Vergüenza (1968), El Huevo de la Serpiente (1977)-.
Su influencia en la obra de otros directores de cine ha sido y sigue siendo enorme, y no sólo en la admiración confesada públicamente por Woody Allen en películas como Interiores (1978) o Septiembre (1987).
Las referencias autobiográficas de Bergman fueron constantes en sus películas, y a veces obvias -El Rostro (1958), Como en un Espejo (1968), Fanny y Alexander (1968)-, dando a su cine el carácter de confesión personal, aunque no hasta el punto de aquel eslogan oportunista con el que se lanzó en España su película Escenas de un matrimonio (1973): “¿La vida íntima de Ingmar Bergman y Liv Ullmann?”, Utilizando como reclamo la relación personal del director con la actriz, de la que nació una hija.
Hombre pasional y de grandes amores, Bergman contrajo matrimonio en otras cuatro ocasiones, alimentando con ello la curiosidad de muchos de sus seguidores. Como igualmente ocurrió con su gesto de rebeldía contra el fisco sueco que le impulsó a abandonar su país natal en 1976 para refugiarse provisionalmente en Alemania. A su regreso dirigió para el cine dos de sus obras inmortales: Fanny y Alexander, y Saraband (2003).
Hoy pueden verse en formato DVD casi todas sus películas, pero hubo un tiempo en que en España era casi un milagro conocerlas, al menos tal como habían sido concebidas por el autor.
La censura, personificada en este caso por el jesuita Carlos María Staehlin, no dudó en introducir diálogos, músicas o textos que distorsionaran su significado, llegando incluso a convertir a Bergman en un católico practicante. Aquella dificultad para tener acceso hizo que no todos apreciáramos sus películas con similar entusiasmo o entendimiento.
A veces críptico o con referencias simbólicas que resultaban muy oscuras, siempre complejo, el cine de Bergman fue entonces más respetado que comprendido.
Sólo cuando comenzaron a verse algunas de sus películas prohibidas -Juegos de Verano (1950), estrenada 26 años después y con cortes de 30 minutos, los mismos que la censura suprimió de Cara a Cara (1975), estrenada dos años más tarde- y se descubriera que Bergman también podía ser divertido -Sonrisas de una Noche de Verano (1955), por la que unos curas escolapios clausuraron su cineclub en Madrid al no responder la película al “apostolado catequístico” que ellos pretendían-, el cine de Ingmar Bergman, una vez superada la censura, fue aceptado plenamente en España.
Hoy son legión sus admiradores. No podía ser de otro modo. Bergman aplicó su gran talento a la contemplación de las dudas, ansiedades, cobardías y temores de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y logró calar hondo en cualquier rincón del planeta.
La estatura del genio
Ingmar Bergman te recibía en el Dramaten; era su casa, su teatro; en ningún otro lugar del mundo, ni en su isla secreta, se encontraba mejor. Rodeado de los fantasmas que alimentó, sabía que en la isla, o en Estocolmo, le acechaba el niño que no dejó de ser nunca; y así te miraba, como si fuera un niño que hubiera traspasado, por fin, las puertas de su propio pudor. Pues de eso fue su cine, decía, de lo que la niñez deja en los ojos.
En un momento determinado, además, se interesaba por los ojos del otro: “¿Y usted, y esos ojos?”. Él decía que sus ojos estaban llenos de las lágrimas que no pudo decir; su cine, decía también, era como el escupitajo que nunca despidió en la escuela o en su casa.
Cuando le vimos, en el Dramaten, una fría, gélida mañana de diciembre de 1989, estaba decidido a empezar otra vez, se acabó el silencio. No daba entrevistas nunca, y la que nos dio fue por culpa de nuestra insistencia y sobre todo la de Gabi Gleischman, periodista húngaro, muy amigo suyo, y nosotros estábamos allí porque le daban a Camilo José Cela el premio Nobel de Literatura.
Bergman accedió a regañadientes, pero nos esperó atado, casi, a la habitación espartana en la que sólo había un florero con plátanos.
Cuando le dimos la mano, él bajó la suya, enorme, larguísima, que entonces tenía pendida del quicio de la puerta; hizo un movimiento de reconocimiento, como si le pesara hasta el aire. Le entramos por la infancia, que es el tiempo total de su vida, pero antes le estuvimos escrutando, como se escruta a los animales maravillosos, mientras Luis Magán le hacía fotografías.
Era poderoso y grande, e iba vestido como un leñador austriaco. Nos habló del teatro, y del teatro español; estaba fascinado por una producción (inolvidable) de Lluis Pasqual, la que hizo éste con los textos de El Público, de Federico García Lorca.
Él quiso llevar al Dramaten esa producción, pero ocurrió algo y no pudo ser. Le hablamos del cine (conocía a Berlanga, a Saura, aunque no tenía demasiada información), y se fue haciendo con la conversación y el escenario; nos colocó en el sitio justo (“usted tiene que estar a favor de la luz, es que usted es quien pregunta”), y terminó copiando los movimientos de Magán hasta que él mismo tomó la cámara en la mano para decirnos cuánto estaba disfrutando de aquella conversación inesperada.
Él mismo nos preguntó por España, por la situación que vivíamos, por la cultura; él era reacio a las preguntas, estaba allí por la obligación del afecto que le había sido inducido; “es difícil ver a alguien durante una hora”, nos dijo; “te puedes encontrar con alguien que no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora”. Continuó: “Lo que sale de allí son simples opiniones y malos entendidos”.
Rompió la atmósfera gélida de la mañana; se fue acercando al objetivo y al entrevistador desde que dijo lo siguiente: “Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago es porque soy un niño y les hablo como un niño”.
Sus ojos eran los de un crío asustado; poco a poco se fue calmando esa imagen abrupta de su cara: una cara larga y pálida que iba creciendo en picardía a medida que avanzó la conversación. Podría parecer frío, nos dijeron antes, y él mismo lo dijo, pero no soportaba guardar “para siempre” las emociones, y no soportaba que su cine, su literatura o su teatro se cogiera con pinzas quirúrgicas. “Me gusta cuando la gente y lee algo que he hecho siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones”. Al final de la conversación, cuando ya era de noche en el Estocolmo oscuro de todos los inviernos, nos dijo, abrazando a cada uno de los presentes: “Ahora tengo 71 años y he hecho muchas cosas, pero no he podido hacer todas las que me gustan, así que he decidido ponerme a ello. Y empezaré leyendo”.
Por la noche nos envió un mensaje que ahora he visto que está también en la transcripción completa de la entrevista: “Al principio estaba algo nervioso; deseé que ustedes no vinieran nunca”. El genio, aquel hombre inmenso, era un niño que no quería intromisiones en su alma. Todavía.