Un camello es un caballo diseñado por un comité.
Winston Churchill
Si parece asunto viejo, es porque realmente lo es. La mayoría de quienes leen estas líneas nacieron, crecieron, se nutrieron e irresponsablemente se reprodujeron sabiendo que existía un conflicto entre árabes e israelíes. La bronca ha estado con nosotros durante toda nuestra vida. De hecho, podemos decir que esta semana cumple sesenta años. Y es que fue el 29 de noviembre de 1947 cuando la Organización de las Naciones Unidas, con toda la buena intención del mundo (pavimento del infierno, que se llama), decidió crear un Estado judío y otro árabe en una porción de territorio de 26 mil kilómetros cuadrados (el tamaño del municipio de Ocampo, Coahuila) y con toda la belleza de Paila en tarde veraniega de terregal.
Ese territorio históricamente se ha llamado Palestina, y ocupa la franja de tierra que va del Mar Muerto, el Río Jordán y el Mar de Galilea hasta el Mediterráneo. La anchura de esa franja es de unos sesenta kilómetros: de aquí a San Pedro sin pararse en el mall. Ojo: Palestina es el nombre de una entidad geográfica, no política. Como La Laguna… por desgracia.
Pese a su pequeñez y escasa fertilidad (sólo un tercio del territorio es cultivable), ese territorio ha sido sumamente disputado a lo largo de la historia. Echando números, Palestina ha cambiado de manos al menos unas veinte veces en los últimos tres milenios. Dueños de ella han sido egipcios, babilonios, asirios, persas, romanos, bizantinos, cruzados… ¿Por qué? Pues porque es un corredor de invasión natural entre Asia, África y el Mediterráneo Oriental. Y porque en él se halla una ciudad que es santa para las tres principales religiones monoteístas del mundo: Jerusalén.
Ciudad que fuera fundada (o conquistada, depende de la versión) por los hebreos, hará unos tres mil años. Y que es el corazón de una región que, según las creencias fundamentales del pueblo judío, les fuera dada por Yavé Dios. Ahí empieza la bronca: Yavé le entrega al pueblo elegido un territorio que será invadido cada quince días; y como líder paracaidista, les dio la tierra pero no las escrituras. El Dios del Antiguo Testamento solía tener un sentido muy negro del humor.
Lo impresionante es que los judíos se aferraron tanto a la creencia en una divinidad tan volátil, como a la tierra que les había dado como premio a su devoción. Y aunque a cada rato los invadían, exiliaban, maltrataban y ponían a hacer pirámides de gorra, siguieron tercos en su adoración a un solo Dios… y a la tierra que Éste les había conferido.
Hasta que, entre los siglos I y II d. C., le agotaron la paciencia al imperio dominante del momento: Roma. Como los judíos andaban de levantiscos quejándose de los impuestos y el gasolinazo, los romanos les tronaron los dedos y les dijeron que, o se iban de Palestina, o los pasaban a cuchillo a todos. Al buen entendedor, pocas palabras: la mayoría de los judíos salieron de Palestina, suponiendo que no tardarían en regresar, como ya había ocurrido antes. Esta dispersión o Diáspora, sin embargo, duraría 18 siglos.
Entre tanto, en el siglo VII, un nuevo pueblo pasó a ocupar la zona: los árabes, expandiéndose desde su península, ocuparon Palestina. Ahí permanecerían desde entonces, pasando a llamarse árabes palestinos, o palestinos a secas, a los nativos del área.
Los cuáles cayeron en manos del Imperio Otomano en el siglo XIV. Los otomanos eran turcos, no árabes; son de raza y lengua totalmente diferentes. Y a lo largo del siguiente medio milenio, turcos y árabes tuvieron sus fricciones, broncas y malos entendidos. Bueno, seamos francos: se odiaban a muerte. Pero los turcos tenían la sartén por el mango.
Hasta que tras la Primera Guerra Mundial (1914-18) el Imperio Otomano quedó del lado de los perdedores; y a consecuencia de las presiones y fracturas provocadas por el conflicto, se desintegró. El vacío de poder en la zona pasaron a llenarlo los ganadores: Gran Bretaña y Francia. Los británicos se quedaron con Palestina bajo la forma de Mandato: administrarían el territorio mientras la población estaba madura para el autogobierno. Quién determinaría la madurez o cómo se mediría, nunca quedó claro.
Durante el Mandato Británico de Palestina, el territorio empezó a recibir una fuerte inmigración judía, proveniente sobre todo de Europa Oriental. ¿Por qué? Por la situación nada agradable en esos lares después de la Gran Guerra; y porque los judíos creían que los británicos los iban a apoyar en este regreso a la Tierra Prometida. La historia enseña que confiar en las promesas de la Pérfida Albión suele ser un pésimo negocio.
Al principio no hubo bronca: los judíos ocupaban los peores terrenos y se ocupaban en empleos que ni los negros (o afro-palestinos) querían, como diría el gran Vicente Fox. Pero las cosas empezaron a cambiar a principios de los años treinta. Los judíos (muy chambeadores, lo que sea de cada quién) fueron adquiriendo mejores tierras y negocios, y escalando sus ingresos. Ello ocasionó las consabidas envidias, y empezaron los problemas: Ezra le pegaba en el arenero (todo el país) a Ibrahim, el papá de éste (Jalil) la emprendía en contra del papá del otro (Levy) y empezaban los cocolazos entre judíos y árabes. Al rato la situación era de violencia generalizada, atizada por los radicales de ambos bandos: por el lado judío, terroristas encabezados por Avraham Stern y un tal Menahen Begin, futuro Premio Nobel de la Paz; por el árabe, un fanático clérigo musulmán, el Gran Muftí de Jerusalén, quien de hecho le pedía consejos a Himmler, el jefe de las SS. Los británicos pronto se encontraron metidos hasta el cuello en la Segunda Guerra Mundial (1939-45) y no daban pie con bola en Palestina. La situación se salió de control.
Durante este último conflicto, bien lo sabemos y diga lo que diga el presidente iraní, ocurrió el Holocausto. Los sobrevivientes de esa matanza a escala industrial querían huir cuanto antes de la Europa de sus pesadillas, y muchos hicieron todo lo posible por arribar a la Tierra Prometida. En unos cuantos meses la población judía de Palestina se triplicó. Los británicos trataban de impedir la emigración, pero ahí los quiero ver intentando detener a sobrevivientes de Auschwitz y Dachau: ni con la defensa de Pittsburgh. Árabes y judíos arreciaron sus respectivos terrorismos, hasta que la Gran Bretaña tiró la toalla: le pasó la papa caliente del Mandato de Palestina a las recién nacidas Naciones Unidas.
La ONU, siguiendo sus muy burocráticos usos y costumbres, formó un comité de once países para que analizaran la situación. No se pudieron poner de acuerdo y en vez de una, hubo dos propuestas: tres países apoyaban la creación de un estado federal, según el modelo de Yugoslavia, país que encabezaba el proyecto (lo que no deja de ser irónico, sabiendo en lo que acabó). Los otros ocho decidieron la partición del territorio en dos estados, uno árabe y otro judío; y dejar a Jerusalén y Belén bajo administración de la ONU, sin ser de uno ni de otro.
Se ignora qué hierba verde fumaron en esas sesiones (No, México no era parte del comité), pero es evidente que ahí circuló una sustancia intoxicante. Basta ver el mapa de la mentada partición: los estados judío y palestino estaban fraccionados en tres partes (cada uno), anudados como luchadoras gay entrepiernadas. Los judíos (un 33% de la población) recibían el 52% del territorio.
Los judíos dijeron que cualquier cosa era buena. Los árabes dijeron que ni locos les iban a dejar a esos advenedizos lo que consideraban suyo. Los judíos dijeron que ésa había sido la casa de sus abuelos. Sí, contestaron los árabes, pero tiene 18 siglos desocupada por unos y 12 ocupada por los otros.
A fin de cuentas, el 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General votó: 33 votos a favor de la partición (y, por tanto, de la creación de Israel, el nuevo estado judío); 13 en contra; diez abstenciones (México entre ellas); y el delegado de Tailandia no llegó porque se quedó digiriendo la empachada que se pegó en el restaurant de un paisano. Así nació Israel, estado que los árabes no aceptaron como tal y veían como usurpador. Y de ahí p’al real.
Así pues, esta semana se cumplen 60 años de ese enredo. Y todo, porque unos burócratas no tomaron en cuenta la realidad del terreno. ¿Les suena conocido?
Consejo no pedido para evitar la circuncisión adulta: Lea “Éxodo”, de León Uris, sesgada pero emotiva novela sobre el nacimiento de Israel. La película homónima de Otto Preminger (1960) fue famosa en su tiempo. Provecho.
PD: ¿Ya adquirió el primer tomo de “XX: historia ligera de un siglo pesado”? ¿No? ¿Y qué espera? Santos juega hasta en la tarde; y los Acereros hasta mañana.
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