La vida está hecha de recuerdos; o eso nos parece cuando tenemos más historia que años por delante. Cuando yo era niña, la temporada navideña se concretaba en tres eventos bien definidos: adviento, posadas y Navidad. El adviento (preparación espiritual para la llegada de Jesús) iniciaba con una reflexión de la que se derivaba el conjunto de buenos propósitos, obras de caridad y pequeños sacrificios (ayudar en la casa más que de costumbre, hacer las paces con los hermanos, dar un esfuerzo extra en la escuela, renunciar al postre o desprendernos de algo muy querido para compartirlo con alguien más), con los que se conformaba el “ramillete espiritual” que obsequiaríamos al Niño Dios, en calidad de paja calientita para atemperar el frío del pesebre. En cuanto a lo material, la época de adviento incluía la confección de una costura o manualidad que hacíamos en el colegio (las monjas entonces nos enseñaban a coser, bordar y tejer, a hacer adornos y preparar golosinas, gracias a las cuales todavía podemos salir del paso con la decoración y la gastronomía navideñas y como amas de casa somos más o menos eficientes. ¡Qué dieran las escuelas de hoy, públicas o privadas, por aprovechar el tiempo como lo aprovechamos los de mi generación, añadiendo a las matemáticas y la ortografía, la geografía y el civismo bien aprendidos, todo el compendio de cultura doméstica que implicaba la primaria y la secundaria! (y sin escándalos propagandísticos de campaña política).
Por su parte, las posadas eran un novenario de fiesta y convivencia que nada tenía que ver con el resto del año: en mi barrio, las familias nos juntábamos en la casa del licenciado García (dueño de la privada donde yo vivía) y de ahí partíamos velita en mano, en peregrinación encabezada por las figuras de José y María, caminando alrededor de la manzana mientras rezábamos el rosario; éste concluía con el canto de las letanías ¡en latín!: “Mater inmaculata, ora pro nobis”. No sabía uno lo que estaba diciendo, pero estoy segura de que nuestra oración llegaba al cielo, porque partía de corazones –aunque ignorantes– puros y alegres, dispuestos al perdón, anhelantes de la llegada anual del Redentor. Terminado el rezo pasábamos a la petición de posada y la vuelta al punto de partida, donde se rompía la piñata y nos daban bolos de naranja y cacahuate con dulces propios de la época: colaciones, muéganos, colchoncitos, galletas de animal y gajos de naranja. A veces, las bolsas de papel canela escondían silbatos metálicos, espantasuegras y luces de bengala. La fiesta borraba el rencor que los egoístas posaderos nos dejaban en el corazón –Aquí no es mesón, sigan adelante, yo no puedo abrir, no sea algún tunante–.
La Nochebuena cerraba el ciclo de las posadas con el último rosario en nuestra propia casa. El nacimiento, puesto por mi papá, fue siempre paradigma de un eclecticismo sincrético en el que todo tenía cabida y razón de ser: cielo y tierra, espíritu y materia, el bien y el mal, lo profano y lo sublime; ahí estaban los cinco continentes, los tres reinos, presente, pasado y porvenir, la ficción y la fe, la realidad y el deseo. Los pinos eran pinos, adornados con esferas de colores e iluminados por foquitos intercambiables: si uno se fundía, podía comprarse un repuesto en el tianguis del Centro y la misma serie seguía funcionando, año tras año. Nuestra Navidad se repetía, se renovaba, pero no era desechable. Los ramilletes espirituales y las cartitas al Niño Dios, que habían permanecido colgando del árbol durante todo el novenario, misteriosamente desaparecían, dejándonos con la expectación de cuál sería el resultado de los preparativos (curiosamente, aunque los ramilletes solían ser extensos, las cartas no: sólo una petición con numerosas justificaciones para validarla).
Veo a la distancia cuánto hemos cambiado. Hoy, mientras nos defendemos inútilmente del bombardeo del comercio, la superficialidad y el consumismo que domina nuestro vivir, los que atesoramos recuerdos de tiempos en los que esperar la Nochebuena no significaba mortificarse por los regalos, y éstos se podían encontrar dentro de un calcetín colgado en la cabecera de la cama, nos esforzamos por retener ese pasado que inexorablemente se escapa, a medida que se nos enfría el corazón. Mi mamá se ha encargado de mantener en la familia la tradición de las posadas, de modo que, quienes en el pasado caminábamos cantando las letanías, cada día, del 16 al 24, nos volvemos a reunir en oración ante el portal –más estético, pero menos cálido– y ante un pino que de repente quiere parecer alacena, aparador de joyería o puesto de mercado, con todas las novedades que año con año obligan a cambiarle el decorado. Acompañamos a los peregrinos pidiendo posada y rompemos la piñata; luego, disfrutamos el bolo y la plática que, por nueve días, olvida la violencia enseñoreada de nuestra comunidad, los conflictos económicos y sociales de México, los dimes y diretes de los políticos y los líderes sindicales que nos tienen en la desgracia. Acudir juntos a las posadas es una necesidad que se hace urgente después de un año de trabajo, tensionante y alocado. Por dos horas nos desconectamos de todo, incluidas telenovelas y futbol, y concentramos nuestras preocupaciones en no perder el hilo de la oración mientras rogamos por muestras familias, por nuestros muertos, por nuestros ausentes; en lograr que los de afuera canten bien y los de adentro no se queden atrás; que la piñata dure lo suficiente para que alcancen a pegarle todos y que nadie se queme con las velitas. Por fortuna, nuestro concepto de posadas, tal vez anacrónico, todavía no se ha transformado en el más moderno de “reventón”, que hoy impera, prostituyendo la intención y el carácter de la fiesta. Quién sabe cuánto más lograremos preservarlo, pues la competencia es dura.
¿Y qué hay con el espíritu de adviento y la Navidad? Duele admitirlo, pero brilla por su ausencia. Los ramilletes de buenas intenciones, sacrificios y actos de amor pasaron a la historia y todo se resume en comprar: lo que sea, necesario o no, pero antes de que se acabe. Las cartas cambiaron de destinatario y longitud: ahora se dirigen a Santa y son tan largas, que bien pueden almacenarse en un CD, como si el remitente en verdad mereciera lo que pide (la necesidad de las cosas queda excluida de este festejo). Nos quejamos de la crisis, espiritual y material de la época, pero poco hacemos por evitarla. Dilapidamos comida y regalos, lo mismo que dinero y tiempo; al parecer, lo único que somos capaces de ahorrar son los buenos sentimientos, las palabras de aliento, las muestras de atención y solidaridad. Es preciso proponernos la reconstrucción espiritual de estos eventos que, aunque abundantes de sentido religioso, probablemente tengan como verdadera finalidad la de reforzar nuestras relaciones en cuanto humanos y hacernos recuperar valores como la generosidad, el espíritu de servicio, la capacidad de perdón. Si no lo hemos hecho, siempre será tiempo de enderezar el camino. Para todos los que poseen recuerdos y para quienes desean construir un futuro más cordial y generoso, mis mejores deseos para esta Navidad.
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