El siglo en que usted y yo nacimos, amigo lector, tuvo un comienzo definitivamente tonante. Nada más para abrir boca, tres revoluciones en lugares que el buen Karlitos Marx había profetizado nunca seguirían esos azarosos pasos: países atrasados, básicamente agrícolas y rurales, con exiguos proletariados y poblaciones eminentemente analfabetas; y por tanto, refractarias a proclamas, tesis y panfletos. Nos referimos por supuesto a los movimientos telúrico-sociales que afectaron a México (1910), China (1911) y Rusia (1917).
Esas revoluciones generaron en su momento grandes expectativas. Se creía entonces que a catorrazos se podía cambiar el mundo de manera profunda y rápida, desbaratando los regímenes injustos y opresivos, y creando sociedades más humanas y sensibles. Si el asunto así planteado les resulta de una ingenuidad supina, hay que recordar que hace cien años las muy diversas revoluciones del Siglo XX no se habían encargado de desprestigiar el concepto por completo. Entonces se pensaba que toda revolución era para bien.
Ya en esta orilla de la historia, sabemos que, con inaudita frecuencia, las revoluciones suelen dejar a las sociedades peor de como estaban antes; o que, en última instancia, el altísimo precio pagado para lograr el cambio de régimen sencillamente no vale la pena. Como decía un ilustre historiador mexicano: “Para pasar de Porfirio Díaz a Miguel Alemán, nos podríamos haber ahorrado un millón de muertos y la destrucción completa del país”. Pues sí.
Pero no sólo la Revolución Mexicana fue un fracaso. La Revolución China, que derrocó a la corruptísima e inepta dinastía manchú que había gobernado (bueno, es un decir…) al Imperio del Centro por varios siglos, tampoco cantó mal las rancheras en lo que a caos y destrucción se refiere. A la proclamación de la República en 1911 le siguieron casi cuatro décadas de anarquía, guerra civil e invasiones extranjeras; un periodo de desintegración que sólo terminó… con el triunfo definitivo de los comunistas de Mao Zedong, en octubre de 1949. A partir de ahí siguieron otras tres décadas de despapaye, penurias, hambruna, represión y atraso… aunque todo ello muy bien organizado por el incompetente y sanguinario Gran Timonel, eso sí.
La Revolución Bolchevique fue sin duda la que tuvo miras más altas, objetivos más ambiciosos y despertó mayores esperanzas en todo el mundo. Fue, quizá por lo mismo, la que resultó un fracaso más estrepitoso. La semana pasada se cumplieron noventa años del inicio de tan audaz experimento, y conviene echarle un vistazo a esos acontecimientos. Ya sé que resulta muy cómodo juzgar los eventos a tan sana distancia; pero creo que hay algunos detalles de esos agitados días que pueden servir para el presente.
La primera aclaración que hay que hacer siempre es que la Revolución Bolchevique no derrocó al zar Nicolás II. El último Romanov (cuya actuación como gobernante en comparación hace ver a Vicente Fox como un genio y Premio Nobel), había perdido el trono en marzo de 1917 a consecuencia de las revueltas y tumultos provocados por una población harta de una guerra (la que llamamos Primera Mundial) que desde 1914 había agotado los recursos materiales y humanos de Todas las Rusias. Tras la abdicación de Nicolás, las riendas del país más grande del mundo fueron tomadas por un Gobierno Provisional que no tardó en quedar en manos de un socialista moderado (o menchevique) llamado Alexander Kerensky. El cual cometió la suprema tarugada de asegurar que Rusia seguiría peleando contra Alemania y Austria-Hungría… precisamente lo que había llevado al derrocamiento del zar. Por ello, y por su evidente incompetencia, el Gobierno Provisional se fue sumiendo cada vez más en el oprobio y el desprestigio. En sus seis meses de vida, hubo de capotear varios intentos de golpe de Estado, hasta que los bolcheviques le dieron la puntilla. La verdad, lo raro es que haya durado tanto.
Mientras el Gobierno Provisional daba bandazos, los socialistas radicales (autonombrados bolcheviques o “mayoritarios”… aunque como en toda buena organización comunista nunca hubo elecciones) se prepararon para dar el golpe. Contaban con un arma formidable: su liderazgo, encabezado por un tozudo, intransigente e incansable revolucionario profesional, que no trabajó en algo productivo un solo día de su vida, y jamás dudó ni un instante que tenía la razón, toda la razón y nada más que la razón (¡Lo juro!): Vladimir Illich Lenin.
Desde hacía décadas y en el exilio, Lenin había estado complotando, grillando, escribiendo mamotretos y organizando soviets clandestinos precisamente para un momento como ése. Y a una oportunidad tan calva como él, no la dejó escapar.
Desde su exilio en Suiza, Lenin fue ayudado por los alemanes para que llegara a Rusia: a los teutones les interesaba que el Mongol tomara el poder y detuviera la guerra contra ellos. Lo embarcaron en un vagón de ferrocarril sellado (como si fuera un bacilo contagioso), y lo depositaron en Petrogrado (espantoso nombre que tenía la entonces capital rusa, hoy San Petesburgo). El Gobierno Provisional era inepto, pero no tanto como para no percibir la amenaza que representaba Lenin. Éste tuvo que huir a la vecina Finlandia, que se acababa de independizar. Desde ahí Lenin siguió urdiendo el golpe en contra de Kerensky.
Luego de meses de planeación y organización se llegó a la fecha del 7 de noviembre. Esa noche, el cañonazo de un crucero con marinería pro-revolucionaria, el “Aurora”, daría la señal para que los bolcheviques de la ciudad tomaran sus armas y se dirigieran, según el sistema T-en-B (Todos en Bola) al Palacio de Invierno, la sede del Gobierno Provisional, para disolverlo a balazos.
Todo marchó según lo planeado: el “Aurora” pegó su cañonazo y la raza se volcó sobre el palacio, al que defendió sólo un puñado de ilusos (e ilusas: había un batallón de fusileras que fueron prestamente pasadas por las armas… sí saben a lo que me refiero). Kerensky salió huyendo por piernas y su Gobierno Provisional sencillamente se desintegró. Durante el golpe hubo menos muertos que en ciertos bailes sabatinos del municipio de Matamoros. A los bolcheviques todo les salió a pedir de boca. Y así se concretó la famosa Revolución de Octubre… que sucedió en noviembre.
Rusia estaba atrasada hasta en el calendario. A diferencia del resto de la cristiandad, allí se llevaba el calendario juliano, que no tenía ajuste al bisiesto (como sí lo tiene el calendario gregoriano, que es el que usamos). De manera tal que, para los rusos, ese día era el 26 de octubre. De ahí que a la Bolchevique se le conozca también como la Revolución de Octubre; y que con ese nombre fuera bautizada toda cosa material e inmaterial, visible e invisible, en la URSS: desde los submarinos nucleares que se clavara Sean Connery, hasta las tortillerías. Y eso que ni había.
A fin de cuentas, la Revolución Bolchevique fue el arranque de un ambicioso experimento que pretendía lograr la Utopía, la sociedad perfecta. Fracasó estruendosamente por (entre muchas otras) dos razones: la primera, que la URSS pronto quedó en manos de un psicópata, el Padrecito Stalin, que degradó y degeneró la Revolución a niveles abismales. Y la segunda, que la Utopía por definición no existe: es imposible construir una sociedad perfecta con piezas imperfectas como somos todos los seres humanos, mezquinos y falibles.
En todo caso, sin duda la Revolución Bolchevique fue un evento seminal del siglo XX. Tanto así, que todavía existen ilusos que siguen defendiendo las ideas del Mongol Lenin… ideas tejidas para un mundo totalmente distinto, y que demostraron ser muy vulnerables a esa necia señora que es doña Realidad.
Consejo no pedido para que su señora le diga “Camarada” en lugar de “Granuja”: Vea la película “Rojos” (Reds, 1981) con Warren Beatty y Diane Keaton, sobre las peripecias del periodista comunista americano John Reed en Rusia… y sobre un gran amor. Una delicia, de veras. Provecho.
PD: Están todos invitados a la presentación del libro (en cinco prácticos, económicos y útiles tomos) “XX: historia ligera de un siglo pesado” el próximo martes 20 de noviembre en el Museo Arocena, 7:30 de la noche. Habrá canapés, brindis y borchinche. Entrada libre. Ahí nos vemos.
Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx