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Nuestro amigo Jorge Flores| Hora cero

Roberto Orozco Melo

En junio de 1948 concluí la Secundaria, entusiasmado con el periodismo pues había sido corresponsal del ‘Heraldo del Norte’ de Saltillo en Parras y soñaba con ser reportero en México. A mi padre no le gustaba que quisiera ser periodista; pero mi hermano Moisés, eterno cómplice de mis inquietudes, lo persuadió para que me dejara estudiar en México.

El Distrito Federal me estrenó con las clásicas dificultades de toda metrópoli. La primera noche no dormí haciendo fila en la puerta mariana de la Escuela Nacional Preparatoria para gestionar mi inscripción. Era el número 120 en una larga fila de espera. De pronto vi a Jorge Luis Flores Valdés. Pude apreciar la manera familiar con que entraba y salía del Departamento Escolar. Cuando se acercó un poco le grité y volteó hacia donde yo estaba. Después de saludarme preguntó: ¿Qué andas haciendo?” Le mostré la carpeta del Ateneo Fuente con mis antecedentes escolares.

“Vamos” me dijo y abandoné la línea de espera. Una hora después salimos: tenía mi ficha de ingreso.

Aquel día comimos en un figón cercano a la calle Venezuela donde vivía Jorge. Él me platicó que era dirigente estudiantil de la Facultad de Medicina y por lo tanto conocía a todos los funcionarios universitarios.

Luego conversamos de nuestros proyectos. Jorge pronto sería médico; mi futuro aún era incierto.

La amistad con Jorge se prolongó epistolarmente, y cuando venía de vacaciones a Saltillo coincidíamos en General Cepeda. Al graduarme bachiller en el Ateneo Fuente volví a México para trabajar en Claridades y en Anuncios Modernos, la agencia de publicidad de Casa Madero. Después de haber pronunciado el juramento de Hipócrates, Jorge se fue a vivir al Kilómetro 57, una estación de la vía férrea en el desierto sonorense. Era médico de la Secretaría de Salubridad.

Yo volví a Saltillo en 1952; después conocí a María Elena Aguirre Fuentes y nos casamos. Él no vino a nuestra boda, pero nosotros sí asistimos tres meses después a la suya con Toñeta Rodríguez. Casados, vivieron por una temporada más en aquel Kilómetro 57. Luego se trasladaron a San Luis Río Colorado, donde Jorge instaló su consultorio y se ganó el cariño de la gente, y tanto que fue electo presidente municipal en los años 60’s no sin antes haber bebido el amargo cáliz de la torpe y autoritaria política presidencial entonces en boga.

Grupos políticos sonorense apoyaban al licenciado Fausto Acosta Romo como candidato del PRI a gobernador, en oposición al aspirante preferido del gobernador saliente, Luis Encinas. Esto provocó una serie de actos de represión contra los grupos universitarios y ciudadanos quienes, ajenos a cualquier extremismo de izquierda, sólo demandaban la democracia interna en el PRI.

Jorge Flores Valdés encabezaba a los grupos priistas partidarios de Acosta Romo en San Luis Río Colorado y fue secuestrado por elementos de la Dirección Federal de Seguridad durante casi dos meses, durante los cuales nadie, ni sus abogados, ni siquiera su familia, sabían dónde estaba. Su automóvil fue desbarrancado en la presa de Hermosillo y por vía aérea lo condujeron al campo militar número 1. Fue encerrado en una pequeña celda de donde lo sacaban a “pasear” en las madrugadas con los ojos vendados.

Luego lo obligaban a cavar lo que decían iba a ser su propia tumba, pues sería ejecutado si no confesaba ser parte de la conjura comunista dirigida por Dionisio Encinas.

Jorge jamás cedió a las demandas de los polizontes y sostuvo su verdad. Ello lo salvó pues quienes ordenaron su secuestro se convencieron de su inocencia; aún así lo llevaron esposado y con escolta de seguridad a San Luis Río Colorado donde se le internó en la cárcel municipal consignado por delitos menores. Finalmente fue puesto en libertad y dos años después devino electo presidente municipal de aquel municipio sonorense, irónicamente apoyado por un PRI que tres años antes no salió en su defensa.

Jorge Flores Valdés murió hace dos semanas. Discreta discurrió su vida y así fue su fallecimiento. Desde entonces María Elena y yo evocamos a diario los felices años de nuestra amistad con Jorge y Toñeta: cenábamos con frecuencia y juntos fuimos de vacaciones. Con Jorge, otros amigos y yo consumimos muchos galones de café, aunque en los últimos años solamente bebimos descafeinado cinco tardes de cada semana, siempre entre bromas y ligeras reflexiones.

La muerte de un prójimo, dijo algún pensador, nos enfrenta irremediablemente a nuestro ineludible final Lo cierto es que todos estamos cerca del desfiladero y de sus orillas. Nacer es empezar a morir, dijo otro.

Pero nadie muere del todo, mientras alguien lo recuerde. Al rememorar a nuestros desaparecidos les insuflamos nueva vida, acaso más espléndida y grata, pues siempre elegimos evocar el carácter amable, generoso y positivo de los que se han ido.

Por su forma de ser, su innata bondad y su sentido de la amistad, Jorge Luis Flores Valdés ha de vivir en nuestra memoria y en nuestros corazones.

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