Los diarios de hoy estarán repletos de reflexiones sobre los rastros de la elección de 2006. Apuntes que insistan en el fraude o en el fraude del fraude. Otros elegirán meditar sobre el agua que ha corrido desde entonces, los cambios del clima, las lecciones de la elección o la ruta de los cambios indispensables. Vale la pena el ejercicio: la votación del año pasado fue, sin duda, una sacudida extraordinaria de la que es indispensable aprender. Tras la Presidencia del encono y una elección prácticamente empatada, el país vivió al filo de la ruptura. Uno de los protagonistas siguió la invitación al abismo de su caudillo, rompiendo—por lo menos retóricamente— con las reglas del juego institucional. Al diablo con sus instituciones, dijo el ex candidato. Nadie, dentro de su partido, lo mandó al diablo. Mi sospecha es que el episodio del año pasado, más que ser un momento crítico de las instituciones fue la exhibición rotunda de la incompetencia de nuestros dirigentes y la superficialidad de sus convicciones democráticas. El coctel de incompetencias fue extraordinario. El año 2006 fue prueba de los efectos devastadores de una clase política que no está a la altura de los desafíos que enfrenta. Fuimos testigos de las calamidades que puede causar una Presidencia facciosa, de los estragos que puede causar un buen organizador de elecciones que, sin embargo, no es capaz de comunicar con claridad y agilidad los embrollos del instante. Padecimos también la capacidad corrosiva de una fuerza política indispuesta a reconocer las evidencias de la adversidad.
Pero quisiera hablar de otro aniversario. No del año de la traumática elección de 2006, sino de la década de la elección seminal de 97. Tengo la impresión de que debemos celebrar en estos días la primera década de la democracia mexicana. El año que cruzaba la mitad del periodo presidencial de Ernesto Zedillo marcó un cambio más profundo que el que se verificó en el país tres años después. En 1997 los votantes rompieron uno de los núcleos del antiguo régimen: el mando del presidente sobre el Poder Legislativo. La cabeza de un partido disciplinado podía dirigir, desde el Ejecutivo, la actuación de la Legislatura. Aquel sistema al que un italiano bautizó hegemónico funcionó porque existía un partido leal al presidente que ocupaba prácticamente todas las plazas de responsabilidad política. En julio de 97 los electores rompieron el núcleo de la antigua dominación. El partido del presidente ya no mandaba en la Cámara de Diputados. Y ya no era, plenamente, el partido del presidente. El pluralismo que se había colado en municipios y gubernaturas, se insertaba desde entonces en el corazón del régimen constitucional. Nacía el Gobierno dividido, emergiendo con él, la democracia.
De acuerdo a ese criterio, celebramos la primera década democrática. Diez años grises. Gris, porque la democracia, como dice Adam Michnik, no puede tener otro color. El mundo de las dictaduras se vive en blanco y negro, con la esperanza de fundar un mundo colorido y brillante. Pero la democracia que aparece tras la cerrazón, no suele tener esa vivacidad de pigmentos. Siendo un cruce de opiniones, de visiones fragmentarias, de intereses en conflicto es un sitio donde el color predominante es el gris. La democracia es un incesante e imperfecto acomodo: la imperfección permanente. Gris también porque el nuevo régimen puede preciarse de algunas conquistas, inquietarse por algunos atascos y alarmarse por sus retrocesos.
Las conquistas parecen bastante claras. El pluralismo se ha instalado en el tablero nacional. Un complejo de fuerzas interactúa cotidianamente en la vida pública, arrinconando la arbitrariedad del antiguo mando. Nos hemos acostumbrado velozmente a una dinámica política que en poco se parece a la que imperaba hace apenas una década. Se han insertado en la vida cotidiana las rutinas de la vigilancia y el desacuerdo; las prácticas de la competencia y de los remiendos institucionales. Nos movemos hoy en el mundo precario de las decisiones dificultosas, frágiles, impugnables. El efecto benigno de todo ello es el confinamiento de la arbitrariedad. Poner en marcha la máquina del poder no es ya la activación del resorte muscular de un hombre; es el complejo concilio de intereses diversos y afanes volátiles. El efecto maligno es la enorme dificultad para echar a andar el aparato de gobernar.
México ha flotado desde hace diez años sin una coalición gobernante. La tuvimos durante mucho tiempo basada en un solo partido que sirvió de escalera al poder y de tractor de mando. Durante un breve lapso ese consorcio fue una vergonzante liga entre el Gobierno y el partido de la derecha. Gobierno priista y PAN le dieron al país el último empujón reformista de su historia reciente.
Desde el 97 el país ha sido incapaz de construir una eficaz plataforma de Gobierno. Aferrada a sus antiguas hostilidades, la clase política mexicana ha sido incapaz de entretejer un marco de coincidencias esenciales para darle al país la palanca de sus cambios. La nuestra se ha convertido, por ello, en una democracia atascada. Obstruida no solamente por la ceguera de sus regentes, sino por la obsolescencia de algunas de sus reglas y el fardo de sus prácticas.
Desde luego, inquietan más los retrocesos de esta década que sus atascos. Y hay retrocesos importantes. Los poderes económicos se imponen como fuerzas avasalladores, mientras las instancias representativas se contraen. Los cacicazgos locales se han fortificado ante la desaparición del severo imperio del centro. Y sobre todo, preocupa la severa perforación del orden público, el avance de la inseguridad, las triunfos de las delincuencias—no en contra del Estado, sino dentro de él.
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