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París era una fiesta

Relatos de andar y ver

Ernesto Ramos Cobo

En A Moveable Feast (París era una fiesta), el libro póstumo de Ernest Hemingway, hay un capítulo singular que despliega la aversión a las interrupciones no deseadas. Comienza hablando del vertiginoso duende que de pronto lo invade, por fin, en uno de esos cafés parisinos, y se describe solitario con lápiz y papel, mientras las letras fluyen frescas como subiendo a un árbol; Hemingway recorre el paisaje, emprende el vuelo, y su escritura es seda tersa que prosigue, como el Jazz de Ornette Coleman, por ejemplo, como un continuo susurro al oído. Más, de pronto, una cara conocida es preludio de interrupción no deseada, el vuelo de la escritura rompiéndose al caer mientras las manos tapan lo escrito en el viejo Moleskino. No hay entonces diplomacia que valga: la plática fútil y la despedida abrupta, los monosílabos como respuesta, la búsqueda inmediata de otro café anónimo, confirman a la escritura como la profesión más solitaria que existe.

En la década del cincuenta The Paris Review recogió una serie de entrevistas con escritores, y en ellas la tranquilidad del oficio es tema recurrente. Ante la pregunta expresa, William Faulkner responde que el mejor ambiente para el escritor es la del administrador de burdel, “goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre la cabeza y no tiene nada qué hacer, excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la Policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte de día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, y toda la paz y toda la soledad y todo el placer a un precio asequible”. La entrevista no es sólo la joya que invita a la relectura, sino que es además una puya filosa y sangrante en el costado, porque al final de cuentas hay por allí algo que está queriendo ser escrito, y no sabemos cómo hacerlo, e ignoramos su llegada y su forma y su rostro, pero de cualquier forma sabemos que habremos de sentarnos a enfrentar la página blanca.

Entonces buscamos algún sitio para intentar arrancar algo. Ya no el café solitario: una idea más cercana a sombrero de pluma que a cualquier otra cosa; buscamos donde sea y buscamos principalmente tiempo. Porque aunque coincidamos generalmente con Faulkner y con Hemingway, sabemos de las idealizaciones románticas que el siglo anterior nos dejó tatuadas, y que nuestro tiempo es de computadora, de archivo, de messenger que importuna y de celular replicante; nuestro tiempo es de ubicuidad ligera. Hoy buscar las letras es apagar los pendientes de la bandeja de entrada, aunque sean de los que no conocen razones propias. Nos sentamos, rápido, y escribimos y casi terminamos y a lo que sigue, entre el frenesí de esta modernidad cambiante, líquida, que todo lo cubre y todo lo trivializa, al grado de hacernos pensar que encontrar un remanso de quietud resulta imposible, y que no es posible terminar por que ya nos llaman, aunque la tarde esté fantástica, los pájaros se escuchen lejos y

ramoscobo@hotmail.com

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