El partido en el Gobierno no acierta a ubicar el sitio de su responsabilidad. Las diferencias entre el partido y el Gobierno trascienden para ser alimento cotidiano de la opinión pública. Ese es el consomé de nuestro debate nacional: más que opinión pública; murmullos sobre lo público. Acción Nacional sigue siendo un partido que construye obstáculos al Gobierno. Aunque ya ha cumplido seis años controlando el Ejecutivo Federal, el PAN obstruye. La tesis reinante es que el conflicto se debe a un conflicto de personalidades. El presidente y su partido no se llevan bien. Eso es, a fin de cuentas, el origen de todo el conflicto. El pleito mana de la fuente de las antipatías. Calderón y Espino pertenecen a bandos distintos, lo cual les impide lograr una conciliación auténtica. Los abrazos con los que periódicamente tratan de finiquitar sus desacuerdos públicos no son más que ostensivos actos de hipocresía. Fingimientos, por cierto, de muy corta vida: todos sabemos que la siguiente discrepancia está a la vuelta de la esquina.
Resulta difícil aceptar la tesis afectiva. En el conflicto de la dirigencia del PAN y el Gobierno panista hay mucho más de fondo que una simple desavenencia personal. No digo que sean irrelevantes los desacuerdos personales. Advierto simplemente que en este conflicto hay más que una conspiración de la antipatía. Empezaría advirtiendo que el conflicto que ahora escenifican el PAN y el Gobierno Federal no tiene marca esencialmente panista sino democrática. No fue el PAN el primero en experimentar esta tensión entre partido y Administración. En el momento en que el partido del presidente perdió la mayoría en el Congreso, la dinámica de las lealtades tradicionales se hizo trizas. El partido gobernante- entonces era el PRI-asumió una posición crítica, aún distante del Gobierno que formalmente había emergido de sus filas. Reconociendo la formación de ese bloque crítico, el presidente Zedillo se distanció oficialmente de su propio partido anunciando su tesis de la sana distancia.
Hoy puede verse con claridad que la tesis del apartamiento saludable era una expresión de ingenuidad democrática. Se partía de una crítica al partido oficial que no se percataba de las transformaciones estructurales del sistema en su conjunto y de las exigencias de un Gobierno en pluralismo.
El viejo sistema hegemónico se fundaba, sin duda, en una disciplina estricta del partido gobernante. El presidente era el dirigente real y el último árbitro de su partido. Distanciarse de su partido parecía el noble gesto de un demócrata. Una cosa se pasaba por alto: en un régimen que entraba en aguas democráticas, la gobernación dependía de la formación de un cohesionado polo gobernante. La sintonía entre Gobierno y partido gobernante era crucial para el Gobierno. Pronto se vio que el efecto de la distancia era la ineficacia.
El Gobierno de Fox no logró tampoco embonar sus propósitos con la estructura de su partido. El panista agreste imaginó su Gobierno ?de transición? como una plataforma de su carisma para trascender a los partidos, incluido el propio. El partido de Gobierno no fue considerado como un actor relevante en la definición de las estrategias y las prioridades de la Administración foxista.
Los costos de la descoordinación fueron enormes para el primer Gobierno panista. Las iniciativas más importantes del Gobierno de Fox no sucumbieron por el rechazo de los opositores sino por las negativas del aliado. Si hubo una reconciliación entre Gobierno y partido fue muy tardía, cuando ese reencuentro fue ya incapaz de producir resultados.
Quiero decir con este recuento que los conflictos entre el presidente y el dirigente de su partido van mucho más allá de un pleito personal. Nuestra corta democracia no ha logrado definir un trato constructivo entre Gobierno y partido gobernante. Una relación que logre conciliar la autonomía indispensable de un partido político con la lealtad necesaria. Si es cierto que debemos trazar una frontera entre las labores de partido y las responsabilidades de Gobierno, también resulta innegable que ningún sistema presidencial puede funcionar sin la coordinación entre el Gobierno y su fundamento de respaldos en el Congreso. Todo sistema presidencial depende de la vinculación entre Ejecutivo y Legislativo a través del partido de Gobierno. Si el presidente carece de ese puente, carece de condiciones para gobernar.
En realidad, creo que el área indefinida es el papel de los partidos nacionales en el nuevo contexto de nuestra vida política. El carácter altamente centralizado de nuestros partidos políticos resulta disfuncional para las gestiones del poder democrático. Las dirigencias tienen inmensos privilegios, pero no han entregado buenas cuentas. El gran problema es que las reglas nos atan a esos proveedores de desacuerdo que son las dirigencias nacionales. La prohibición de la reelección legislativa y la asignación federal de recursos públicos da a los dirigentes nacionales un enorme poder hacia dentro de sus partidos. Dueños de candidaturas y administradores de un inmenso presupuesto, se sumergen en la política intestina sin alzar la mirada. La historia reciente demuestra, en efecto, que esos liderazgos nacionales resultan incapaces para tejer acuerdos que se traduzcan en votaciones en las asambleas legislativas. Por ello es indispensable pensar en la descentralización de los partidos nacionales. La ecuación de la gobernabilidad democrática puede empezar a resolverse con partidos menos centralizados, más libres de las disciplinas nacionales y más atentos a las exigencias de los electores.