La astucia autocrática ha sabido sacar provecho de las instituciones democráticas. La experiencia contemporánea da cuenta de un buen número de regímenes formalmente democráticos que ha sido capturado por autócratas habilidosos. Regreso nuevamente a las reflexiones de Maurice Joly en su imaginaria conversación entre Maquiavelo y Montesquieu, quien advertía que las precauciones legales, los vigías independientes, las prácticas de la democracia pueden ponerse de cabeza para servir a los propósitos del déspota. El edificio democrático puede guarecer las prácticas más arbitrarias. En la prensa diaria desfilan los cromos de estos personajes a lo largo del mundo que llegaron al poder por el voto, que coexisten con instituciones representativas y en un entorno relativamente abierto para las libertades. Sin embargo, tras esa fachada, ejercen el poder sin límites estrictos, avasallando a sus oposiciones, atropellando la ley y eternizándose en el poder.
El caso de Polonia ejemplifica esa tendencia desde la ribera del populismo de derecha. Dos gemelos ocupando la jefatura del Estado y la del Gobierno para encabezar con pasión una política persecutoria. La Oposición como traidora a la patria. El admirable periodista polaco Adam Michnik denunció, a lo largo del reinado de los gemelos Kaczynski, las aberraciones de su mandato. Con horror y con vergüenza deploraba la degeneración de la ejemplar transición polaca en una vulgar inquisición católica. La revancha se convirtió en política oficial. La cacería de brujas desatada pretendía limpiar al país de quienes hubieran tenido cualquier vínculo con el antiguo régimen comunista. El pasado se usó como arma política de intimidación. Bajo el mando de los terribles hermanos, Polonia seguía los pasos de muchas democracias jóvenes que, bajo una fachada constitucional, instauraba prácticas francamente autoritarias. El populismo conservador de los hermanos se apropió velozmente de todos los instrumentos del Estado: el banco central, el consejo de la radio y la televisión, los aparatos de justicia, las empresas públicas. La democracia quedó convertida en un cascarón.
Por fortuna, las elecciones de la semana pasada dieron por terminado el Gobierno del Movimiento Ley y Justicia. Timothy Garton Ash celebró las elecciones como una reafirmación de la capacidad regenerativa de la democracia. Las democracias son vulnerables, pero también reparables. El voto le dio el poder a una coalición retrógrada, provinciana y antiliberal. El voto se lo ha quitado. El historiador británico se detiene en un desafío crucial: la conformación de partidos políticos grandes y estables. Tras el fin del comunismo, apareció una multitud de siglas fugaces. Competían en una elección y desaparecían en la siguiente. Aparecían un día para dividirse al día siguiente. Los comunistas no lograron construir un partido socialdemócrata moderno. Tampoco, aprovechando la abrumadora mayoría católica, se formó un partido democristiano bajo el modelo alemán.
Como bien advierte el autor de La linterna mágica, esa maravillosa crónica de los últimos días del imperio soviético en la Europa central, la fragilidad de los partidos es un fenómeno común que se extiende por muchos países. Es cierto que no resulta fácil formar partidos que definan una identidad más o menos precisa, que echen raíces y que logren conformar una base social firme. En todo caso, puede decirse que el rasgo común de los despotismos contemporáneos es que se apoyan en la fragilidad de los partidos. Ahí donde fracasan los partidos como vehículos para conectar intereses sociales y decisiones, ahí donde se frustran como dispositivos de representación o como herramientas de Gobierno eficaz, se levantan los liderazgos que ofrecen la democracia profunda y sin intermediarios. En cualquier lado denuncian la podredumbre de los partidos y se ofrecen como solución desinteresada para la salvación patriótica. El salvamento puede ser revolucionario o reaccionario. Pero siempre se envuelve en una bandera nacional para trascender a los miserables partidos.
Los populismos pueden tener visiones ideológicas muy distintas. Podemos hablar del populismo de izquierda en Venezuela o del populismo católico de Polonia. El autoritarismo puede instalarse en un marco presidencialista o colarse dentro de los dispositivos parlamentarios. Las diferencias ideológicas o los contrastes institucionales de Putin, de Chávez, de los Kacskynski, de Berlusconi son bastante claros. Lo que los une estrechamente es el piso del que surgen sus apuestas neoautoritarias. En todos los casos, su poderío se asienta sobre partidos decadentes. Quiero decir que los nuevos autoritarismos pueden expresar la ideología más diversa y aprovechar cualquier tipo de diseño constitucional. El populismo no es propiedad exclusiva de la izquierda; el parlamentarismo no es inmune a los ataques autoritarios. Pero hay una marca común en todos estos abusos. Sea en Latinoamérica o en Europa del Este, el autoritarismo contemporáneo —ese que se levanta de la simulación democrática— puede abrirse paso gracias a la fragilidad de los partidos.
Nueva advertencia para los nuestros. La reconstrucción de nuestro tejido institucional puede ser útil para alentar la eficacia del pluralismo. La reforma de las instituciones políticas será importante para salir del atasco. Pero será poco, si el cambio se queda ahí y no penetra en la vida de los partidos. Si no se vigorizan, si no ponen al día su ideario, si no son capaces de confrontar la realidad, si no logran mejorar su imagen pública vendrán días peores.
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