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Pedales y sandalias/Sobreaviso

René Delgado

Hay tela política de donde cortar, pero –por las fechas y no sólo por ellas– no está por demás hablar de pedales y sandalias, de la bicicleta de Marcelo y las playas en la mar de asfalto.

En esas dos realizaciones del Gobierno capitalino hay un pequeño, pero saludable esfuerzo por salir de la parálisis que, de pronto, asfixia la imaginación política. Si no es así, si el esfuerzo no da para eso, cuando menos da para bajarse del auto un rato, calzarse unas sandalias, tomar una bocanada de aire fresco… y sonreír, que no es poca cosa.

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Si se quiere, ambas iniciativas pueden descalificarse con la mano en la cintura. Pueden reducirse a un ardid mediático, armado por Marcelo Ebrard, para recibir la luz de los flashazos y los reflectores y disfrutar la gloria de aparecer en las portadas de los diarios y las pantallas de los televisores. Sí, puede despacharse de esa manera el asunto y asegurar que, en cualquier momento, vendrá alguna otra puntada.

Es cierto, montarse un día en una bicicleta para irse pedaleando al trabajo no disminuye determinantemente el calentamiento global de la capital de la República. Como tampoco, acarrear arena para construir unas playas artificiales al lado de una alberca o chapoteadero transforma al Distrito Federal en un insospechado paraíso. Vamos, esas iniciativas no son uno de esos parteaguas con que a los políticos les gusta bautizar hasta sus bostezos.

Todo eso es cierto, pero ambos ejercicios tienen un mérito. Escapan a la cultura de las tradiciones, los usos, las costumbres y hasta de “las reglas no escritas” donde el inmovilismo siempre encuentra algún justificante y reivindican la posibilidad de romper las inercias y rutinas que tanto gustan a la clase política. En tierra de políticos sedentarios, hacer algo –por minúsculo que esto sea– es algo grande.

Parece broma pero, aun cayéndose la República, todavía hay políticos que se vanaglorian de haber impedido que ocurrieran cosas. Por su cabeza jamás atravesó la idea de hacer algo nuevo; aprisionó su pensamiento el que nada se moviera para presentarse como aquel que preservó-la-paz-social-y-el-orden-público. ¡Tranquilos, que aquí, no pasa nada! Con ese grito coronaron su victoria y procedieron, entonces, a colgar en su oficina el pergamino enmarcado con el score de su gestión: un honroso cero-cero. Un balance, un equilibrio perfecto: nada bueno, nada malo, nada y así sea.

Desde esa perspectiva, el riesgo tomado por el Gobierno capitalino hay que saludarlo, precisando que toda toma de riesgos –no de peligros, de riesgos– presupone necesariamente el valor de la ganancia. Y, por lo visto, Marcelo Ebrard está dispuesto a tomar riesgos.

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Si la generosidad da para llevar la mirada un poco más allá y si el Gobierno capitalino impide que esos dos ensayos se marchiten como una simple flor de primavera o queden, efectivamente, como una ocurrencia de temporada, ambas iniciativas podrían, ahí sí, dar lugar a cambios de mayor envergadura.

Impulsar el uso de la bicicleta como medio de transporte no es una gran novedad; en Londres, hace tiempo, se puso en marcha esa práctica para los empleados del Gobierno. Construir playas artificiales fue novedad años atrás: París y Hamburgo se distinguieron como pioneras.

Como quiera, ambos ejercicios en la capital de la República son nuevos. Si, en verdad, cada primer lunes de mes el jefe de Gobierno y su equipo le dan a los pedales podrían generar un cambio positivo.

Un resultado no necesariamente vinculado con el manifiesto propósito de abatir el uso de vehículos automotores, pero sí con algo que, de pronto, naufraga en la mar de las frustraciones nacionales: cambiar hábitos, ensayar nuevas conductas, romper paradigmas, adoptar mejores prácticas. Poco importaría si son o no cientos de miles los ciclistas que, al final del sexenio, circulen por las calles y las avenidas; lo verdaderamente importante sería dejar constancia de que, en unos cuantos años, se pueden hacer mejoras en la convivencia ciudadana.

Ejemplo de cambios positivos que se dan a vuelta de pedal sobran. Ahí está Bogotá, con su sistema de transporte Transmilenio, sus ciclopistas, su día sin auto, sus parques y sus notables cambios en la cultura ciudadana y vial. Ahí está, en Estados Unidos, el cambio en la cultura del consumo de alcohol y tabaco. En el caso del alcohol no sólo se dio el cambio en el consumo de bebidas fuertes a suaves, se abrió la posibilidad de producir vinos que hoy asombran a otros países con larga tradición vitivinícola. Y, ahí está ahora el esfuerzo por cambiar el concepto de belleza en las mujeres, un modelo que hace estragos en ellas por la vía de la bulimia y la anorexia.

Esos cambios hablan de la vitalidad de sociedades que no ceden, por tradición o costumbre, a éste o aquél otro vicio. ¿Hay que rendirse ante la idea de que las cosas son como son y entonces, ni el ensayo vale la pena? Ojalá Marcelo Ebrard y su equipo se tomen en serio el ejercicio, si no la puntada se reducirá a un fracaso de altísimo costo social y cultural. Ojalá le metan pedal y fibra al ejercicio.

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Las playas artificiales. Lo importante de éstas, son dos cuestiones. Una simple y otra compleja. La simple: posibilitar la recreación de una ciudad que, por el desorden de su desarrollo, de pronto niega el derecho al ocio o lo deforma en privilegio de minoría. El complejo: recuperar verdaderamente esos espacios que se quieren arrebatar al crimen o, sencillamente, al desencuentro social.

Pensar que la recuperación de calles, plazas o espacios públicos es producto exclusivo de operaciones policiales de gran envergadura, es una utopía. Si se echa a la delincuencia de esos espacios es indispensable que la ciudadanía los ocupe y les dé uso. Espacio que no se ocupa, se pierde. Derecho que no se ejerce, se pierde.

Ahí es cuando la aparente puntada, cobra otro sentido. Si detrás de los operativos policiales no va la sociedad, en cuestión de años, el crimen retomará calles, plazas y alamedas. Ocupar socialmente los espacios públicos, exige tener algo que hacer en las ciudades. Si no hay ese quehacer, podrán destinarse muchos más recursos a las policías, el espacio seguirá perdido. La recuperación de las ciudades las favorecen actos de autoridad, pero sin ciudadanos aquello resulta efímero. Es un asunto de civiles, no de uniformados.

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Si esas dos iniciativas se enmarcan en las otras acciones emprendidas por el Gobierno capitalino –expropiación de enclaves del crimen, recuperación de espacios públicos en manos del ambulantaje, golpes a los mercados de productos “pirata”–, se entiende por qué la necesidad de darle a los pedales y calzarse las sandalias. Se entiende una suerte de absurdo: las ciudades son de los ciudadanos. La necesidad de usar y disfrutar los espacios públicos.

Ya en una ocasión el Gobierno capitalino ensayó darle su lugar a los peatones pero, al paso de los días, el esfuerzo se esfumó. Si esta vez, los ejercicios desarrollados quedan como un espectáculo montado por una sola vez en beneficio de la imagen de Marcelo Ebrard, de la virtud se pasará al vicio renovado.

No está demás, entonces, darle a los pedales y llevar un par sandalias.

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Correo electrónico:

sobreaviso@latinmail.com

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