“El hombre es una imitación
burlesca de lo que debe ser”.
Schopenhauer
¿Qué será peor, querer ganarse un gran lugar en La Historia o empequeñecerse? Los riesgos del primer caso son conocidos. El lugar en La Historia, así con mayúscula, supone de entrada un ego mayor, un ánimo de trascendencia, una enorme ambición que linda con la enfermedad. Pero quien desea su lugar en La Historia por lo menos se obliga a pensar en grande. El ambicioso huye de la pequeñez. No tiene tiempo que perder, desea escalar lo más alto, dejar una huella imborrable, imponerse a la memoria de las generaciones que vienen. Del otro lado están los pequeños que no saben que lo son. Su metamorfosis ha ocurrido en silencio, sin aviso. De pronto no pueden pensar más allá de la zancadilla, del pellizco, del berrinche, de la pataleta. La mente se encoge. Los horizontes se reducen. La miopía se impone.
Semanas, meses negociando cómo dar muerte, cómo enterrar un ritual zaherido desde hace casi dos décadas. ¡Vaya faena! Impedir que el presidente lea el mensaje, entregarle a los medios de comunicación el privilegio de ser el conducto de la voz presidencial, convertir a Calderón en víctima, facilitar que el Titular del Ejecutivo cumpla con la norma, cuestionar su legitimidad y no lograr ningún avance en la rendición de cuentas. Para Calderón es otra significativa pequeña victoria: pasó del vestíbulo, entró al recinto, no le permitieron el uso del atril oficial pero, micrófono en mano, se dirigió a los legisladores. Su fiesta llegó al día siguiente. El PRI quedó, una vez más como mediador, el PRD como opositor incapaz de escapar a los caprichos de su caudillo. Por este camino vamos a terminar atendiendo a las muecas, a los parpadeos, en lugar de desmenuzar los conceptos y rastrear los hechos para modificar la realidad. Allí está la miga. Están convirtiendo a la República en una farsa, en una burda opereta. Saben destruir pero no construir.
Pero el empequeñecimiento, la enanización, por lo visto es contagiosa. La reforma política pactada comienza por descartar las dos medidas que podrían romper el cerco con el cual los partidos atan a la sociedad. Nada hay que de verdad toque a sus dirigentes: no a la reelección de senadores, diputados y presidentes municipales. Eso si podía profesionalizar la carrera legislativa y brindarle al ciudadano opciones cercanas a su evaluación y deseos. Pero como la medida quitaría poder a las dirigencias que cada tres años se convierten los conciliábulos supremos que se reparten la República, mejor olvidarla. Nada de candidaturas independientes, pues sería tanto como abrir una puerta de desfogue de las frustraciones ciudadanas. Si algún ciudadano quiere ser representante popular, es mejor que piense a qué capilla se va a someter.
La reforma anunciada tiene aciertos: limitar la extensión de las campañas; reducir los costos; terminar con la “nulidad abstracta” como causal de anulación; limitar la intervención de organizaciones gremiales en la formación de partidos y hay más. Pero está cruzada por un ánimo pequeño: cortar las cabezas a los consejeros de IFE. La lista de errores de los consejeros puede ser muy larga, pero esa no es la discusión. Los mecanismos para su remoción están establecidos en la Ley: Título Cuarto de la Constitución, artículos 108 y 110. ¿De qué estamos hablando? Los consejeros fueron designados para un periodo que todavía no concluye. En su designación uno de los actores políticos, el PRD, se marginó del proceso. Desde entonces se advirtió que era una fórmula para cuestionar la legitimidad de los designados, no su legalidad. No hay sorpresas. Cuatro años después y tras una elección muy cerrada los perdedores -¡qué casualidad!- ponen la propuesta sobre la mesa. Se erigen en jueces de la legitimidad nacional. Por allí nunca terminaremos. ¿Por qué sigue el PAN de comparsa en esta jugarreta? ¿Cuál es el canje?
Los mismos que argumentan querer instituciones fuertes son los primeros en rescatar la guillotina para el escarmiento público. ¿Dónde queda la inamovilidad? ¿Dónde están las garantías para que los árbitros se sientan seguros? Primero se somete a los aspirantes a un cabildeo con quienes serán su materia de regulación. Después, quienes debieran estar sometidos al árbitro tienen en sus manos la posibilidad de cambiarle a éste las reglas del juego y llevarlo al cadalso. Que en el pasado haya habido situaciones similares no habla de la corrección jurídica de aquellas medidas, por el contrario explica la debilidad institucional. Como en el pasado se hacía así, pues estamos avalados para hacerlo. Vaya manera de romper con el pasado. Justificar la ruptura de la autonomía de un órgano de Estado con los ejemplos del pasado autoritario es inaudito.
Estamos a punto de ser testigos de una de las peores aberraciones políticas de las últimas décadas, sólo comparable a la intentona priista del 97 de impedir la instalación de la Cámara de Diputados sin mayoría de ese partido, intentona que por fortuna abortó. Priva la ausencia de un verdadero ánimo democrático. Gobiernan espíritus pequeños. Hay una palabra perdida: grandeza que no es lo mismo que la ambición descarnada. Ambiciosos hay muchos, pequeños también. Faltan individuos con grandeza, que sean capaces de arrancar de sí mismos el ánimo de venganza, que puedan mirar por arriba de sus debilidades, que controlen las pasiones mezquinas que a todos merodean. Seguimos discutiendo el uso del micrófono, se aplaude, la zancadilla, el escupitajo, la astucia. Las minucias ahogan. ¿Qué hay del rumbo? La República se empequeñece y todos con ella. Somos la burla de lo que debiéramos ser.