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Pininos sobre hielo

Adela Celorio

Que las necesidades más urgentes de nuestra capital son de índole económico ni quién lo niegue. Pero todo a sus horas y este no es el momento de andar por ahí pensando en lo que nos falta sino en encontrar la forma de bajar el PH (pinche humor), que no sé a usted, pero lo que es a mí, en estas fechas me ataca con violencia.

Ahora sabemos que no sólo de pan vive el hombre y es insoslayable dar cumplimiento a las necesidades del alma ciudadana con altas dosis de ocio y recreación que generen el PBFC (Producto Bruto de Felicidad Ciudadana). Los ritos, los dioses que inventamos y la forma de entendernos con ellos; el lenguaje que nos comunica y el jolgorio con que celebramos nuestras fiestas, es la cultura que nos define y nos identifica; y nada tiene de particular autocomplacernos pensando que lo nuestro es lo mejor.

Es ese espíritu festivo y bullanguero el que hace que los mexicanos gritemos a la menor provocación: “Como México no hay dos”.

Sin embargo, la cultura en su más amplia expresión, no consiste sólo en abrazar lo nuestro sino en estar abiertos y dispuestos a enriquecernos con lo diferente. No se considera culto a quien habla su propio idioma sino a quien es capaz de aprehender el del otro, de disfrutar expresiones musicales que van más allá de lo vernáculo, de entender a través de la literatura, la historia y la filosofía, que las tierra es mucho más grande que el escaso tiempo y espacio en que nos movemos.

Incursionar en gastronomías que van más allá de las enchiladas, permitir que nos envuelvan fragancias que llegan de lejos y conocer otros paisajes, es fundamental para sentir respeto y admiración por el planeta y por los hombres que lo pueblan. Mirar las arenas ardientes de un desierto, navegar por los mares del sur o deslizarse por los nevados Alpes Suizos, además de ser un exquisito placer, es también una forma más abundante de estar en la vida.

Desgraciadamente, Dios sigue sin considerar mi propuesta de otorgar a cada cuál desde su nacimiento, el dinero que necesita para cumplir debidamente su tiempo de vida; y siendo así las cosas, resulta que uno quiere, pero no puede irse a ver el mundo. Es por eso que a pesar de todo el sufrimiento que implica vivir en una metrópoli tan desaseada y hostil como la nuestra, al menos a ratos se agradece vivir aquí donde por lo menos la oferta recreativa es inabarcable.

Aprovechar estos días en que todo el mundo se amotina en las tiendas a comprar sin límite cuanta porquería nos venden; para echarse un morral al hombro y con los zapatos bien cómodos visitar algún museo (sólo en el Centro Histórico tenemos ochenta y siete), asistir a un concierto de Navidad en la Sala Netzhualcóyotl o en el Palacio de las Bellas Artes para llenarnos de música; es una buena manera de disfrutar estas fechas y además, de asomarnos al mundo por poco dinero.

¿Y también por qué no? si el ciudadano no tiene los medios para ir al mar, pues que el mar venga al ciudadano y que en invierno nos visite también el hielo en una pista enorme y lisita para patinar, como está sucediendo ahora en nuestro Zócalo, donde entre uno y otro nalgazo la gente descubre y disfruta lo que de otro modo sería un sueño inalcanzable.

Estoy deseando ir a mirar a los jóvenes hacer pininos sobre hielo porque estoy convencida de que el énfasis hay que ponerlo en la vida y el movimiento, y no en estar echadotes y flácidos, mirando la tele. Perdón, pero se me fueron las cabras al monte, me escapé por un atajo para no reconocer que mi corazón no está para festejos y lo único que quiero es hibernar en una cueva oscura y no despertar hasta que los primeros brotes anuncien la primavera.

Reciban mi abrazo los que se sientan tan desolados como yo. Los otros no lo necesitan.

adelace2@prodigy.net.mx

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