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Plaza pública| Reformas y consejeros electorales

Miguel Ángel Granados Chapa

La fracción priista en el Senado, reunida en Mérida hace una semana, expresó de modo contundente que su concepción de reforma electoral, que está dispuesta a impulsar, incluye la renovación de consejo general del Instituto Federal Electoral. No es una posición novedosa, pero la claridad del planteamiento formulado por Manlio Fabio Beltrones, que coincide con el de los partidos del Frente Amplio, le confirió un tono de amago que los consejeros electorales enfrentaron, no obstante su insipiencia, tocando las campanas a rebato en espera de auxilio a la integridad del órgano que forman.

Es comprensible, desde el mirador político, el propósito de esos partidos de mudar la composición del órgano de Gobierno de la institución electoral. La bancada perredista en la anterior legislatura, la que designó a los consejeros, tildó de ilegítima su integración, porque se realizó sin su participación (a diferencia del consenso que había presidido actos semejantes en por lo menos dos ocasiones anteriores), y porque se incurrió en un crudo acto de poder que descuidó la legalidad: no todos los consejeros satisfacen los requisitos establecidos en la Ley y no se preparó un dictamen que explicara los motivos de la selección y los nombramientos.

Por si fuera poco, la actuación del consejo, especialmente la de su presidente Luis Carlos Ugalde, en el proceso electoral del año pasado comprobó a los ojos del grupo perredista que ese órgano había sido diseñado para trampear y había cumplido su misión.

El PRI fue pieza decisiva en la integración del consejo. Y, ¿sucede ahora que se ha arrepentido de su obra? La respuesta es afirmativa, aunque en rigor de verdad el PRI que actuó en octubre de 2003 no es el mismo de ahora. La bancada tricolor en san Lázaro estaba capitaneada por Elba Ester Gordillo, que ahora ya no es militante de ese partido y a mayor abundamiento, se convirtió en eficaz adversaria suya.

Por lo tanto, los jefes actuales del PRI no reconocen la filiación de los consejeros y al contrario, los tienen por producto de las acciones políticas que, entre otros factores, arrojaron a su partido al tercer lugar en la contienda de 2006.

Se dirá que, por poderosas que fueran, las razones políticas no deben poner en jaque al órgano electoral, cuya edificación ha sido un avance reconocido por todos (hasta antes de su desempeño en el pasado proceso).

Pero es dable recordar que desde el mirador jurídico no es desdeñable la posición del PRI y el PRD, porque la historia del IFE muestra que las reformas electorales decisorias supusieron la recomposición del órgano de Gobierno, no sólo en cuanto a sus funciones y facultades sino también en su integración.

Cuando el IFE fue creado, en 1990, se buscó diferenciarlo de la extinta Comisión Federal Electoral, donde las decisiones estaban inexorablemente en manos del Gobierno, directamente o a través de los partidos, el oficial y los paraestatales que lo secundaban.

Por lo tanto, para atemperar esa hegemonía fue introducida la figura de consejeros magistrados, seis expertos en derecho electoral propuestos por el presidente de la República y confirmados por el voto de dos terceras partes de la Cámara de Diputados.

Formaron el plantel respectivo Sonia Alcántara (que renunció en 1991 y fue sustituida por Luis Carballo Balvanera) Manuel Barquín Álvarez, Luis Espinosa Gorozpe, Olga Hernández Espíndola, Germán Pérez Fernández y Luis Tirado Ledesma.

Cuando diversos factores perturbaron a la sociedad mexicana (alzamiento zapatista, asesinato de Colosio) fue reformada la Ley electoral para dar credibilidad al proceso. Los consejeros magistrados, que debían durar ocho años en sus cargos, dejaron de existir en la nueva legislación y en su lugar actuaron seis consejeros ciudadanos; Santiago Creel Miranda, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas Horcasitas, José Woldenberg y Fernando Zertuche Muñoz. Elegidos una vez por sólo seis meses, para sacar adelante la elección de agosto de 1994, en diciembre siguiente fueron designados una segunda vez, para que permanecieran ocho años en su cargo. En su nombramiento ya no intervino el presidente de la República, sino sólo el voto calificado de los diputados.

La gran reforma de 1996, que dio autonomía constitucional al IFE, implicó también la rehechura del consejo general y la sustitución de los consejeros ciudadanos por los consejeros electorales. Conscientes del momento que vivían, aquéllos manifestaron su aceptación a ser reemplazados cuando se aprobara la reforma cuya necesidad no se les ocultaba. Su voluntad, con todo, fue superflua, pues por ministerio de Ley cesaron en sus funciones para dar lugar al nuevo consejo.

Se arguye que tales sustituciones masivas se aplicaron cuando el IFE no era autónomo. Pero el reemplazo de funcionarios, por modificación de la estructura en que participan ha sido posible ya no digamos en órganos que cuentan con autonomía, sino en un poder de la Federación: en diciembre de 1994, con el objeto de reformar la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el presidente Zedillo dispuso la jubilación obligatoria y simultánea de todos los 25 ministros, menos dos que se quedaron a administrar los restos que dejó aquel embate y a servir de enlace con la nueva época. Si muda la Ley, si hasta las condiciones y requisitos de un nombramiento son modificados, es claro que puede operar la sustitución de personal que, además, debe inspirar confianza en su entorno.

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