La diplomacia en la cumbre, que en la posguera reunió varias veces a Los cuatro grandes, ha caído inevitablemente en la trivialización, en la escenificación de ritos protocolarios, apenas turbada en los años recientes por protestas de grupos contrarios a los estadistas (o simples políticos) que se reúnen y de las que los protagonistas si acaso se enteran a posteriori. La breve visita del presidente Bush a México, para encontrarse con el presidente Calderón, no escapó a esa regla.
Bush concluyó en nuestro país una gira por Latinoamérica, tardío esfuerzo por hacer presencia en un área geográfica a la que la tradición del poder norteamericano ha considerado como incondicionalmente fiel a Washington, pero que en los años recientes ha adquirido perfiles de más clara autonomía. A la cabeza de dos de los gobiernos visitados se encuentran militantes de partidos de izquierda que ganaron sus cargos, como otros en otras naciones de la comarca, a causa del hartazgo que regímenes abiertamente pronorteamericanos generaron por su incapacidad para consolidar libertades y satisfacer las crecientes y acuciantes necesidades sociales. Los presidentes Lula, de Brasil y Vázquez, de Uruguay, habían sido candidatos en elecciones anteriores a las que les permitieron esta vez llegar al poder y ese resultado se explica en función de la búsqueda de nuevos rumbos que han emprendido los pueblos latinoamericanos.
Al pactar la cita entre esos mandatarios y Bush, Washington abrigaba tal vez la esperanza de paliar los efectos del activismo venezolano que, en una apreciación mecánica y superficial, derivaría en distanciar aún más a Brasil y Uruguay de Estados Unidos. Como no había tal problema no se produjo en consecuencia ninguna solución.
Al llegar a México después de encontrarse con presidentes afines, Álvaro Uribe y Óscar Berger, de Colombia y Guatemala, Bush se sintió en confianza, como en esos países. Tanto, que, con discutible sentido del humor recordó de modo indirecto los problemas que rodearon su ascenso al poder y el de su anfitrión en haciendas yucatecas, símbolo antaño y hogaño de poder económico avasallador. En efecto, la elección inicial de Bush, en 2000, estuvo marcada por la duda y debió ser resuelta por la Suprema Corte de Justicia norteamericana, amén de la diferencia entre el voto ciudadano en que triunfó el demócrata Al Gore y el de los electores en que con estrecho y discutido margen ganó Bush. Aquí también la breve diferencia en el número de votos favorables a los dos principales contendientes, más la suma de irregularidades, opacidades y francas torceduras a la ley hicieron que la victoria de Calderón se manchara de sospecha y descalificaciones.
Calderón exageró al decir que se inicia una nueva era en la relación entre los dos países. Hay, sin duda, los inevitables elementos nuevos en un vínculo donde se abre espacio al sello personal que cada presidente imprima a su desempeño. Pero la estructura de los nexos entre las dos naciones se ha establecido de tiempo atrás y no se ha renovado ahora. Quizá se inició una nueva era a la firma del tratado de libre comercio y tal vez otra hace seis años, por la llegada al poder de un partido (o un miembro formal de él) diverso del que fue el interlocutor de Washington durante siete décadas. Pero ahora Bush y Calderón sólo podrán introducir matices a la agenda bilateral y no rehacerla por entero, como correspondería a la que fuera en verdad una etapa nueva.
Aunque se sugirió que el encuentro entre los mandatarios estaría menos marcado por el tema migratorio que citas previas entre los presidentes de ambos países, fue inevitable que adquiriera relevancia el abordamiento de la cuestión. Bush insistió en prometer que se esforzará en sacar adelante la reforma migratoria en cuyos lineamientos ha fracasado hasta ahora.
Si bien su partido perdió el control del Congreso, quizá pueda alcanzar acuerdos con la representación demócrata y conseguir lo que hasta ahora ha sido imposible. Si así ocurre, quedará claro que al resolver un asunto de política interna se producirán efectos en la relación bilateral y quedará una vez más al desnudo la patraña urdida por el presidente Fox, que se regodeaba hablando de un acuerdo migratorio cuando en realidad aludía a la reforma aún pendiente.
Fue también inevitable que el comercio ilegal de drogas entre los dos países ocupara espacio en los discursos y entrevistas de los mandatarios y en la conferencia de prensa con que ayer concluyó la estancia de Bush en México. Calderón, antes de la visita y durante ella, recuperó el reproche mexicano lanzado al Gobierno de EU respecto de su papel en el mercado de estupefacientes: mientras no se afecte el consumo no serán fructíferos los esfuerzos por contener y punir el tránsito de enervantes en nuestro país. Hace ya tiempo que se emplea la metáfora de la alberca y el trampolín, utilizada para ilustrar el modo en que la demanda condiciona la oferta.
En medio de las verdades convencionales pasó casi inadvertida una afirmación de Bush sobre la esperada condición plena del intercambio mercantil de granos entre los dos países. La plenitud se refiere a la irrestricta libertad norteamericana de exportar su producción de maíz y frijol a México, que entrará en vigor en enero próximo. Fue su modo de negarse a revisar el tratado de libre comercio en esa materia, tal como lo reclaman los productores mexicanos, que esperan de Calderón, sobre este punto, una actitud favorable a sus intereses.