María del Socorro, junto a otras mujeres otomíes, fue víctima de crímenes de odio y exclusión social, cuando hace nueve años perdió sus pertenencias en un incendio.
EL UNIVERSAL
MÉXICO, DF.- Hasta hace poco, María del Socorro no tenía nombre, ni papeles, ni destino. Y quizá, en este momento inclusive sus tres hijas, tengan más conocimientos que ella; porque María está comenzando la primaria a través del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA); mientras que la más pequeña de sus hijas ya casi la termina y las otras dos cursan la secundaria.
Y es que esta mujer otomí no tiene acta de nacimiento, ni papeles y lo perdió todo cuando su casa fue incendiada hace nueve años, arrasando con sus pertenencias, según sus propias palabras por pertenecer a una comunidad indígena otomí, por discriminación y por establecerse en un terreno de la colonia Roma en pequeños campamentos de plástico y cartón, siempre mal vistos por los vecinos, las autoridades delegacionales y los peatones.
“Los vecinos de la colonia Roma, decían que el buen uso y la buena convivencia de la colonia se vería afectada por nuestra presencia, porque hablamos otomí, vestimos con ropa tradicional de nuestra cultura o porque nos establecimos en un lugar de clase media-alta, siendo nosotros extremadamente pobres”.
Pero aquella historia quedó atrás, y nace el Caracol de la Roma, un conjunto de cuatro edificios con nombre propio: lluvia,(´ye), sol,(hyadi), luna,(zänä), y arco iris,(´bejini) en lengua indígena ñañhú, primera comunidad indígena integrada a la ciudad, donde vive María y otras 55 familias otomíes, cuya fachada se integra al conjunto arquitectónico de la colonia Roma, además mereció el Premio Nacional de Vivienda, 2004.
Es como si hoy, con 35 años de edad, con un departamento propio que pagará a lo largo de 30 años; esta mujer a la que le cuesta tanto sonreírle a la cámara fotográfica —y sonreír en general— estuviera reconstruyendo su pasado y edificándose un futuro distinto, porque quiere ser maestra y que sus hijas tengan una profesión. Porque se ha unido a un grupo de diez mujeres originarias de Santiago Mexquititlán, Querétaro, que hacen uniformes escolares y toman cursos de corte y confección para ya no salir a la calle a vender artesanías y muñecas indígenas de trapo como lo han hecho durante años; porque además, hace poco, uno de los niños de la comunidad otomí del Caracol de la Roma, fue robado mientras su mamá vendía muñecas en la Zona Rosa y aún no aparece y ya no quieren que sus hijos estén expuestos a este tipos de riesgos.
Resistir y triunfar es el sueño de María, Juana, Reina, Amalia, y Karen; mujeres, ahora costureras, que están intentando incorporase al programa de uniformes escolares gratuitos del Gobierno del Distrito Federal, para ser proveedoras oficiales y ya trabajan en ello apoyadas por la Red de Mujeres Indígenas.
En este sentido Héctor Castillo Berthier, doctor en sociología, investigador y especialista en problemas urbanos, comenta que las mujeres de esta comunidad otomí, han constituido pequeños talleres con base territorial y cuyo carácter es comunitario, cooperativo y solidario.
Los niños que crecen en situación de pobreza permanecen siempre en desventaja. Indígenas, refugiados o personas que tuvieron que migrar dentro de su propio país son particularmente vulnerables a la pobreza y las consecuencias de desastres y conflictos, asegura Castillo Berthier
—Lo que deseamos es que nuestros hijos no tengan el mismo destino que tuvimos cuando niñas y que salgan de la pobreza y la exclusión— concluye María.
POBREZA URBANA
En este sentido, hoy en día, uno de los reclamos más persistentes lo constituye la demanda indígena de no ser denominados “migrantes” sino residentes en la ciudad. “Y no les falta razón, en la medida que la migración indígena ha dado origen a diversas colectividades y comunidades con varias generaciones de residencia en la ciudad”, aseguran expertos.
De la información que circula, de los conflictos generados y las verdades inocultables, lo que está claro para la doctora Alicia Ziccardi, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, es que las condiciones de vida -de la gran mayoría de la población mexicana- son real y efectivamente de pobreza, no sólo las que corresponden a los habitantes mestizos del campo y a las poblaciones indígenas, sino también de la mayor parte de los moradores de las ciudades; las cuales concentran elevados niveles de pobreza que debilitan la cohesión social.
Por ello, si bien las ciudades han sido siempre espacios urbanos social y territorialmente fragmentados, “recientemente con la aplicación de políticas económicas neoliberales y limitadas políticas sociales urbanas, este fenómeno se ha amplificado dando lugar a que la proporción de pobres urbanos respecto de los rurales tienda a crecer, lo cual lleva a afirmar que se vive un intenso proceso de ‘urbanización de la pobreza’”, afirma la investigadora.
Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), América Latina es una de las regiones más desiguales y más urbanas del mundo. Aproximadamente el 75 por ciento de su población vive en zonas urbanas y de esta cifra el 38.4 por ciento se encuentra bajo la línea de pobreza.
El otro extremo del camino
En México, documentos del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, reportan que en las últimas décadas un mayor crecimiento de la pobreza y de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2005 (ENIGH 2005), 48.9 millones de mexicanos, (es decir, 47 por ciento del total de los habitantes del país), viven en pobreza patrimonial, con ingresos menores a mil 586 pesos mensuales en el área urbana y mil 060 pesos en el área rural); lo cual, les impide adquirir los requerimientos básicos de alimentación, vestido, calzado, vivienda, salud, trasporte público y educación, aunque dedicaran todos sus ingresos a esos rubros.
De igual modo según estimaciones de analistas y expertos de la UNAM, ha habido un incremento de 1.3 millones de pobres en los últimos dos años como consecuencia de los procesos de la dinámica del mercado de trabajo, las políticas salariales, la precariedad ocupacional, la concentración de la riqueza y la discriminación laboral específicamente hacia las mujeres, los jóvenes, y los indígenas.
Mientras tanto, María del Socorro inicia sus actividades diarias a las cinco de la mañana, continúa en sus clases de corte y confección, asiste diariamente a la primaria, vigila las tareas escolares de sus tres hijas, y por la noche, sirve la cena a Isaac Martínez, su esposo, uno de los miembros más activos de lo que hoy es la Coordinación Indígena Otomí, A.C., el cual asegura que las mujeres indígenas constituyen una fuerza de trabajo tan o más significativa que la de los hombres de su comunidad.