Afectados por la alteración del poder de la naturaleza y por la distorsión de la naturaleza del poder, un día sí y otro también, la agenda de prioridades se trastorna hasta perderse. Lo urgente desplaza a lo importante y como cuadrillas de bomberos sin manguera andan los gobernantes que, a pesar de la circunstancia, buscan tomarse fotos con los miserables para hacer creer que ahí estuvieron en la hora incierta.
Casi por temporada, los gobernantes anuncian desastres naturales, eludiendo las agravantes artificiales y reclamando la solidaridad urgente que, a la hora de ejercer el presupuesto, niegan a la ciudadanía. Entre el mal tiempo y el mal gobierno, el número de damnificados forma ya parte de nuestra estadística nacional.
Al arranque del año vienen los incendios. A mediados, las sequías. Después, las lluvias con sus inundaciones y deslaves. Más tarde, los huracanes. El frío es el regalo de fin de año. Es el cuento anual de nunca acabar, donde la desgracia conmueve a la solidaridad que no consigue transformarse en una fuerza social capaz de sintonizarse con el poder de la naturaleza y ajustar la naturaleza del poder.
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Temporada tras temporada, año tras año, la inercia del calendario impone la desgracia natural en turno. Desgracia que, superada en su expresión más trágica, deja ver enormes capas de negligencia e indiferencia frente a algo que, pese a su carácter natural, tenía mucho de error humano.
Vienen los llamados urgentes. A buscar cobertores, alimentos enlatados, agua embotellada, pañales desechables, depósitos en cuenta y, pasada la emergencia –sólo la emergencia–, las malas costumbres y las viejas rutinas regresan, apelando al azar para que el año entrante no se repita el desastre natural correspondiente.
Pasada la emergencia viene el descuido. Las políticas de fondo se abandonan. Los planes para reubicar colonias, replantear el trazo de la carretera, evitar la deforestación, desazolvar las cuencas, ordenar la construcción en los litorales, mantener los programas de mantenimiento o los de protección civil se aflojan porque, a pesar de los pequeños avances, no se acaba de construir una cultura respetuosa del medio ambiente y firme en el propósito de desterrar los malos hábitos o los negocios infames.
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Entre el cambio climático y la democracia defectuosa, año con año, éste o aquel grupo de paisanos se topan con la pérdida del patrimonio o, peor todavía, de la salud o de la vida misma.
La foto de aquel hombre que arrastra el río y después aparece muerto en la ribera. El testimonio gráfico de la casa con paredes, pero sin techo o arrastrada por el deslave. La imagen captada desde el helicóptero donde infinidad de manos claman, reclaman y pelean una despensa. La foto de la arena de las playas arrebatadas por el oleaje para, luego de fuertes inversiones, reponerlas y perderlas en el próximo huracán. Todas ésas ya no son estampas nuevas.
Año con año, esas imágenes golpean la conciencia, pero no activan. Se repiten y aun cuando conmueven, no acaban de movernos hacia una cultura más integrada al medio ambiente que, traicionado, en su oportunidad descarga su furia.
Anima ver cómo la ciudadanía de ésta o aquella comunidad se organiza para ayudar a los paisanos de otra zona y se moviliza para hacerles sentir que no están solos. Pero desanima que sólo ante la emergencia se reconoce la gravedad de lo que se ha hecho donde no se debe o que no se ha hecho lo que se debe y, luego, prevalece la indolencia.
La virtud social regresa al vicio. No se pasa de la solidaridad a la planeación con visos de realización. Se da el paso, pero el mismo paso.
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Lo peor es que, superada la emergencia provocada por el poder de la naturaleza, viene la denuncia de la naturaleza del poder que, a sabiendas de lo que podría ocurrir, desvió los recursos, abandonó la obra, olvidó el mantenimiento, toleró el asentamiento humano donde no debía o, sencillamente, se robó el dinero o licitó la obra a quien nunca la hizo. Es tan doloroso como desesperante.
Se indaga cuándo fue la última vez que ocurrió un desastre, se toma nota de quién estaba en el Gobierno y entonces, vienen las denuncias que convierten el desastre en el botín del naufragio. A la Oposición se le llena la boca de calificativos, exhibiendo al adversario-funcionario sujeto a pública condena y aun cuando la denuncia y la condena pública no pasan de ahí, se cuelga la condecoración del “nosotros exhibimos a los responsables”.
La fuerza en el poder y la opositora intercambian ataques y, luego, se pasa a la siguiente urgencia, desentendiéndose de la anterior. La incompetencia alcanza entonces título de principio de acción. No se trata de corregir, sino de denunciar el error. Eso es todo. Y, en ese juego de suma cero, los verdaderos responsables se deshacen del costal de culpas que a veces ni siquiera cargan y algunos hasta disfrutan la fortuna de los recursos desviados.
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Hoy es Tabasco y Chiapas. Apenas ayer fue Veracruz. Antes, Quintana Roo, Campeche y Yucatán. Previamente, Puebla. No importa el nombre del estado: el orden de los desastres no altera la indolencia.
Es cierto, desde luego, que faltan recursos, pero también lo es que frecuentemente son mal aplicados o ni siquiera aplicados. Es cierto que el primer paso es atender la emergencia, pero también lo es que muy pocas veces se da el segundo paso y el tercero y el cuarto…
Es cierto que, a veces, los secretarios o los funcionarios responsables de Medio Ambiente y los de Protección Civil no son tomados en cuenta en los gabinetes donde participan, pero también lo es que, a veces –por la razón o sinrazón que se quiera–, se suman a la red de complicidades que vulneran el desarrollo en la materia. Y, a veces, aun cuando esos funcionarios logran incidir en la conciencia y la conducta de los pobladores, terminan por dejarlos solos provocando una situación peor que aquella que se quería remontar.
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El esquema de atender lo urgente y dejar de lado lo importante le viene haciendo daño al país desde hace muchos años y amenaza en convertirse en una suerte de destino manifiesto que, desde luego, coloca en la picota la aspiración de realizar un mejor país.
El desastre de hoy obliga a dejar de lado asuntos importantes porque es casi imposible desentenderse del drama de ver un estado hundido en el lodo y el agua, a la mitad de su población flotando en su tragedia, a sus carreteras rotas, sus cosechas perdidas y desde luego, el tejido económico destrozado y el tejido social enardecido.
Pero llamar la atención sobre la emergencia no debe desvanecer la trascendencia. Si ciudadanos y gobernantes no fijan claramente la agenda de prioridades y trabajan decididamente en ellas el porvenir seguirá siendo un sobresalto. A veces más parecido a una pesadilla que a un sueño. Todo por no acabar de entender el poder de la naturaleza y de ajustar la naturaleza del poder.
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