Mi ciudad, esta hermosa población que me vio nacer, cumple cien años de existencia. Por ello creo necesario reconocerle, como un homenaje, todo cuanto me ha dado a lo largo de mi vida.
En primer término, debo reconocerle el privilegio de haber nacido en su suelo, dentro de una familia bien avenida. Ser torreonense de origen y coahuilense por añadidura, es sin duda un honor que no cualquiera tiene.
Aquí es donde mis mayores pudieron trabajar y desarrollarse, gracias a las oportunidades que les brindaba una pujante ciudad, con vocación de cosmopolita, que abría sus brazos generosos a todo aquel que llegaba hasta ella con ganas de establecerse y formar una familia.
En esta ciudad aprendí las primeras letras, que me permitieron adentrarme en el mundo maravilloso de los libros y complementar una formación inicial recibida dentro de las aulas.
No obstante ello, a mí su gente, me enseñó fuera de las aulas, mucho más sobre esos temas y sobre todo, sobre lo que es la vida y cómo enfrentarla, lo que me ha permitido deambular por ella con aceptable éxito.
Porque en las personas mayores se encuentra la sabiduría, que es mucho más valiosa que el conocimiento cultural.
Aquí encontré el amor de mi vida y pude establecer una relación que me ha fortalecido y engrandecido durante muchos años y a mi vez, establecer un hogar en el que impera, además del amor, la comprensión, tolerancia, amistad, cariño y solidaridad.
Derivado de ello, me enriquece profundamente mi familia, tanto consanguínea como política. Sus signos distintivos son la solidaridad, la armonía y la unión, que contribuyen a construir un sólido andamiaje, fundamental para alcanzar la felicidad.
Al lado de mi familia, están mis amigos, a los que por igual les debo tanto. Ellos me han enseñado mucho, pero sobre todo el valor de las relaciones personales, la lealtad y la solidaridad sin límites.
En esta tierra, generosa en oferta educativa, pude estudiar una carrera a la que amo profundamente y gracias a la cual he podido vivir con dignidad y decoro.
Aquí también encontré gente valiosa y generosa, con verdadera vocación de maestros, que me guiaron por los hermosos caminos del derecho y su honesto ejercicio. Sin ellos, no sé qué hubiera sido de mi vida profesional.
La multiplicidad étnica de mi ciudad, me permitió también conocer, aunque fuera inicialmente, otras culturas y formas de pensamiento, lo que conduce, en el contacto con ellos, a la tolerancia, sin la cual no es posible vivir en sociedad.
En mi ciudad, he aprendido lo que es el esfuerzo, el tesón y el arrojo, cualidades éstas que sin ellas nuestros antepasados no habrían podido domeñar al desierto.
Aquellos hombres y mujeres se empeñaban, año con año, en sacarle frutos al desierto. Y éste generoso, pues al fin es tierra, se los brindaba convertidos en algodón, vid y otros productos.
En las entrañas de esta tierra, descansan los restos de nuestros seres queridos. Así le rindieron ellos tributo, retornando a su seno y retribuyendo un poquito de lo mucho que ella les dio.
Aquí, quiero que descansen los míos. En un modesto sitio, pero dentro de su geografía. De sus amplias calles y avenidas; de sus grandes alamedas y plazas; teniendo a la vista sus grises cerros; entre el olor de sus campos que huelen a gobernadora y escuchando, si ello es posible, el bullicio de su gente que sí sabe disfrutar la vida.
Sé que cada cual ama la tierra que lo vio nacer. Pero sé también, que los que aquí nacimos sentimos por ella un amor al que pocos se puede comparar. Un amor que no desaparece ni con la muerte.
Me siento privilegiado de haber nacido aquí y celebrar con Torreón, sus cien años de existencia.
¡FELICIDADES TORREÓN!
“Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.
