El pasado lunes se cumplió el primer semestre de la guerra declarada por el presidente Felipe Calderón al narcotráfico y llama la atención que el Gobierno no se haya dado unos minutos para informar cuál es la situación en el frente.
Es prematuro, desde luego, esperar resultados, pero se echa de menos un balance serio. Nada improbable es, sin embargo, calcular que los términos de ese combate no irán más allá de finales del año entrante. Imaginar que los candidatos a la elección intermedia 2009 desplegarán su campaña en medio del campo de batalla, es francamente inquietante y peligroso.
Si ese cálculo es correcto, esto es, si el arranque de la campaña electoral 2009 marca el límite o el cambio de estrategia contra el narcotráfico, al presidente Felipe Calderón le quedan tan sólo tres semestres para dar esa batalla. Un combate que, como toda guerra, arrojará importantes consecuencias marcadas, desde luego, por el signo de la victoria o la derrota.
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Hacia finales del año entrante, cuando el concurso electoral eche a andar sus motores, el Gobierno calderonista tendrá que cambiar la estrategia de lucha contra el narco para evitar fundamentalmente dos cuestiones: uno, que los campos del combate militar y del combate político se empalmen o confundan –cosa que, sin duda, interesa al narcotráfico–; y, dos, que el tono verdiolivo de su Gobierno deslave el tono albiazul de su partido.
De ahí que al concluir el año 2008, el Gobierno calderonista deberá tener muy claro si puede o no mantener al Ejército fuera de los cuarteles. Por su carácter, toda elección tiende a subrayar las diferencias –no las coincidencias– y, reconocida esa circunstancia, es lógico pensar que el Gobierno no dejará al descubierto ese que puede ser su talón de Aquiles.
Se tendrá, entonces, que contar con una estrategia mucho más inteligente que la desplegada hasta ahora. Una en la que el trabajo de Inteligencia permita utilizar al Ejército verdaderamente como una fuerza de apoyo y no como el pilar de la acción gubernamental y que, a la vez, permita llevar a cabo acciones rápidas y contundentes.
Dar ese paso, supone emprender varias acciones de enorme envergadura en un lapso en extremo corto. Tan corto como tres semestres.
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Uno. Rehabilitar los servicios de Inteligencia. En la lucha hasta ahora desplegada, no se advierte al Centro de Investigación y Seguridad Nacional como el cerebro de la operación. La actuación del Gobierno tiene más un carácter reactivo que proactivo. Se despliegan operativos de fuerza en la entidad en turno que lo solicita o requiere y, entonces, el movimiento del Ejército más parece un correr desordenado que un proceder fincado en una auténtica estrategia. Se envían grandes contingentes a éste o aquel otro lugar pero, precisamente, por su dimensión, esos contingentes llegan con retraso. No atienden la urgencia y tampoco constituyen, con su presencia, una fuerza disuasiva porque antes de imponerse como autoridad son trasladados a otro lugar.
Si en el sexenio de Ernesto Zedillo hubo un esfuerzo por reestructurar los servicios de Inteligencia, durante el sexenio de Vicente Fox hubo un esfuerzo por desestructurarlos. El Cisen, por momentos, parece más un centro de estudios académicos que de Inteligencia en materia de seguridad nacional y, aun hoy, no se advierte que ese centro ocupe el espacio que le corresponde.
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Dos. Depurar y rehabilitar a los cuerpos policiacos civiles. En este punto, las señales emitidas por el Gobierno son francamente lamentables. Las decisiones tomadas en ese campo han constituido verdaderos palos de ciego.
Por un lado, sin mediar el necesario ajuste legal, se colocó bajo un solo mando a la Policía Federal Preventiva y la Agencia Federal de Investigación en la idea de crear una Policía Nacional pero, más se tardó en tomar la decisión, que en dar de baja a quien encabezaba a esas dos corporaciones. ¿Qué ocurrió, quién sabe? El Gobierno no se tomó la molestia de explicar a la ciudadanía lo sucedido.
Por otro lado, vía decreto y sin mediar mayor argumentación, el cuatro de mayo se creó –con elementos del Ejército y la Fuerza Aérea– el Cuerpo de Fuerzas de Apoyo Federal. Un agrupamiento militar bajo mando presidencial directo, destinado a “proporcionar apoyo a las autoridades civiles de cualquier nivel de Gobierno, en tareas de restauración del orden y seguridad pública, en el combate a la delincuencia organizada o en contra (sic) de actos que atenten contra (sic) la seguridad de la nación”.
Tres cuestiones destacan de esa decisión. Uno, el presidente de la República se asume como responsable directo de la actuación de ese cuerpo. Dos, su creación militariza la seguridad nacional y la seguridad. Tres, la decisión entraña un giro en la idea de alimentar a la Policía Federal con elementos del Ejército y, entonces, no es aventurado pensar que no se cree en los cuerpos policiales civiles recién creados el sexenio pasado: la PFP y la AFI.
Si esta interpretación es correcta, no es descabellado pensar que la penetración del crimen en las corporaciones policiales federales, estatales y municipales es irreversible y que, en el fondo, se duerme con el enemigo en casa. Pero no se ve la acción destinada a depurar y reconstruir los cuerpos policiales civiles. Ejemplo de ello, la destitución de la ¡estructura de mando! de la seguridad regional de la PFP, en buen romance, se descabezó por completo a la ex Policía Federal de Caminos. Se decapitó a un cuerpo y nada más. No hay consecuencias, ¿qué fue de esos mandos?
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Tres. Asegurar el involucramiento de Estados Unidos en esta guerra.
Cínicamente, el Gobierno estadounidense y su Embajada exigen lo que no ofrecen. Reclaman emprender acciones contundentes contra el crimen pero, de su lado, se advierte enorme desinterés por respaldar ese esfuerzo. En la terrible confusión que traen en materia de seguridad nacional, el Gobierno estadounidense le ha dado prioridad al frente militar, pero no al criminal y, entonces, ha dejado de privilegiar el combate al narcotráfico.
Si, en cierta medida, el principal beneficiario del combate mexicano al narcotráfico no tiene interés en esa guerra, emprenderla es un toda una aventura. Por mucho que se castigue la oferta, ésta prevalecería si el consumo no se abate. Si no se entiende que el tráfico de drogas va de la mano del tráfico de armas y Estados Unidos no abate el segundo, México difícilmente podrá abatir el primero.
Si el Gobierno calderonista no consigue involucrar al Gobierno estadounidense en esta guerra, es de muy difícil pronóstico su conclusión.
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El primer cuarto de la guerra contra el narcotráfico ha concluido. Quedan apenas tres semestres para rehabilitar la Inteligencia, depurar y reconstruir los cuerpos policiales y evitar recargar todo el peso del combate sobre el Ejército.
No advertir que la guerra desatada por el narco tiene por límite el proceso electoral de 2009 es en extremo delicado. Los narcos ya entendieron que desparramar la violencia al espacio de la sociedad puede tener un efecto político tremendo.
Es hora de hacer un balance y recapitular. La historia de esa guerra no puede resumirse en el trágico recuento de los ejecutados.
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