Nuestro país ha entrado de lleno al proceso democratizador que exige el mundo occidental globalizado. Hoy día, ninguna nación que se considere moderna, deja de atender sus mecanismos de elección y participación ciudadana, en relación al cómo queremos vivir la mayoría.
Con ello, también ha llegado la necesidad de analizar y hasta redefinir algunos conceptos básicos sobre la convivencia, entre ellos el derecho a la vida privada.
Definir la línea que separa lo privado de público y hasta donde tenemos el derecho de defenderlo se hace cada vez más difícil. La participación de los medios de comunicación y la propia complicación de las formas de vida democráticas lo dificultan.
Existen preguntas abiertas al debate y aún no se tiene una respuesta clara: ¿hasta dónde tiene derecho una persona pública de evitar se divulgue su vida privada? En nuestro medio, políticos distintos han sido investigados en posesiones y finanzas; lo mismo sucede con empresarios de quienes se sospecha actividades fraudulentas. No hay duda, cuando alguien atenta contra el orden social, el Estado debe intervenir aplicando las leyes, que a su vez nos garantizan orden y seguridad para vivir en armonía; pero... ¿qué sucede cuando las sociedades democráticamente inmaduras utilizan esa potestad para el abuso de autoridad y la violación de las garantías individuales? Igual tenemos ejemplos de abusos cometidos contra ciudadanos, sin culpa del delito imputado. De los casos de “sembrado de pruebas” ni comentamos, usted los conoce de sobra.
Ya en otro diálogo tratamos sobre la vinculación que hay entre libertad, justicia y felicidad, derechos individuales en los que hemos avanzado con la democracia, pero ahora, la oportunidad del “libre albedrío” se ve amenazada con el abuso de los medios tecnológicos que utilizamos en el presente.
La vida privada es un derecho individual que hemos defendido desde siempre: el hombre de las cavernas luchaba por asegurar la intimidad de su clan, necesaria para sentir seguridad; igual el humano de las primeras civilizaciones, que construyó casas y amuralló ciudades, delimitando espacios públicos y privados o el medieval, que batalló, hasta romper el Estado Feudal y la esclavitud de la ignorancia.
En la actualidad ya no es tan simple defender la vida privada, inclusive es difícil mantenerse en anonimato cuando el Estado investiga. En los setenta nos escandalizamos con “el gran hermano”, novela de Orson Wells; ahora, es natural saberse observado por cámaras de video que mantienen evidencia grabada, aún más: comercios, industrias y hasta casas particulares cuentan con equipos de circuito cerrado y los mismos ciudadanos tenemos la alternativa de grabar con nuestros teléfonos celulares eventos que, en otros tiempos, pasarían desapercibidos.
Romper el secreto bancario; invadir la vida privada acabando con la privacidad de una persona y su familia; o hurgar el estado financiero de alguno, se ha transformado en tema de discusión filosófica y jurídica.
Los derechos individuales son violentados cuando alguien utiliza el poder político o económico y se dedica a “fisgonear” la intimidad. Interceptar y grabar llamadas telefónicas, pláticas privadas y hasta mensajes de Internet, dan oportunidad al Estado de descubrir criminales, defraudadores, intrigantes internacionales, pedófilos y otros delincuentes, pero ¿estamos dispuestos a pagar el alto precio de perder la intimidad?
Si hemos dado especial atención a los derechos de las minorías, –caso de homosexuales– ahora pueden ser expuestos a la vida pública, hecho particularmente ofensivo en aquellos que prefieren mantenerlo entre íntimos; igual sucede con el aborto o los quienes tienen preferencias diferentes en su vida marital.
¿Qué tanto derecho hay entre algunos profesionales de los medios que logran descubrir “secretos” para hacerlos del conocimiento general con fines comerciales y de lucro? Ellos hablan del “derecho a la información” y “libertad de expresión”, pero pasan por encima de la privacidad de los demás, olvidando aquello de “mi derecho termina donde empieza el tuyo”, aún en los casos de políticos, actores o deportistas, porque: ¿qué hay de importante para el bien común saber si el administrador peleó con la mujer?; o enterarnos si la actricilla perdió su bebé. El diálogo está abierto y es tema que no terminamos de discutir.
El derecho a la privacidad es un punto álgido que debemos atender y asegurar, normando con leyes claras y adecuadas que impidan las malas interpretaciones o manejos, siempre para el bien común.
Gracias a Gabriel Aguirre, puede leer los “Cuadernos de Transparencia”, publicados por el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública”; el número dos de la serie, fue escrito sencilla y brillantemente por Fernando Escalante Gonzalbo, académico mexicano, que escribe “…que todos los asuntos públicos sean realmente públicos, no significa que tengamos, que debamos resignarnos a perder el ámbito de privado y de lo intimo”.
Tiene toda la razón y a nosotros nos toca hacer conciencia y defender nuestra privacidad. ¿Está de acuerdo?
ydarwich@ual.mx.