El nuevo director de Petróleos Mexicanos (Pemex) descartó recientemente cambios constitucionales en la industria petrolera estatal durante la presente administración. Según las notas de prensa, expresó textualmente: ?Se habla mucho de reformas, pero creo que debemos tratar de darle un contenido más preciso a lo que se está hablando; quiero reiterar que en esta casa no se está trabajando bajo el supuesto de que vaya a haber en el corto plazo, ni en los términos de la administración reformas constitucionales que cambien sustancialmente el corazón de la empresa, y en lo fundamental, las actividades de Pemex.?
El funcionario indicó, sin embargo, que se requieren inversiones de entre ocho mil ó diez mil millones dólares anuales (mmd), en adición a los 15 mmd que ya se invierten en promedio anual, para mantener los márgenes operativos y cumplir las metas respectivas. En este sentido, el reto será obtener esos recursos extras sin modificar el marco legal que actualmente rige a Pemex y que, a la fecha, ha impedido la inyección de los fondos necesarios.
Es probable que con una visión pragmática, el director de Pemex haya decidido evitar la controversia sobre la apertura de la paraestatal y del sector petrolero al capital privado, concentrándose en lo que es posible obtener cumpliendo con las disposiciones legales vigentes. El problema es que desde esa perspectiva práctica, la industria petrolera mexicana permanecerá sujeta no sólo a los criterios burocráticos que muy poco sirven para tomar decisiones con sentido de eficiencia económica, sino con el rezago que la caracteriza respecto a otras empresas petroleras internacionales.
Adicionalmente, actitudes como las adoptadas por este funcionario ponen de manifiesto uno de los mayores obstáculos para que nuestra economía avance hacia su modernización. Me refiero a lo que ha pasado a ser un tabú para la clase política latinoamericana: la palabra privatización. Después de haber insistido ante las masas sobre las bondades del Estado benefactor, nuestros políticos no han tenido el conocimiento o el valor para enfrentarse a esas masas y plantearles claramente la imposibilidad y la inconveniencia de que el Estado realice actividades que las empresas privadas pueden hacer de manera más eficiente y productiva.
Debido a esa omisión, casi siempre intencional de nuestros dirigentes, se explica que la generalidad de la población latinoamericana tenga una opinión negativa sobre la transferencia de la propiedad de las empresas públicas hacia el sector privado. Una encuesta reciente de la empresa chilena Latinobarómetro, especializada en medir la opinión pública regional sobre diversos temas de interés económico y político, encontró que el 69 por ciento de la población latinoamericana no estaba satisfecha con la privatización de empresas paraestatales y, en consecuencia, se opone a ella.
Ante esa realidad, es importante reflexionar sobre el verdadero significado de la privatización y despojarla de la satanización tan arraigada en la mentalidad de nuestros políticos y de la generalidad de las personas en México y el resto de América Latina. Al respecto, vale la pena destacar algunas ideas publicadas a fines de 2006 por Alberto Chong, experto del Banco Interamericano de Desarrollo, en un artículo titulado: ??Privatización? no es una mala palabra?.
Desde el inicio, el autor plantea el asunto en los siguientes términos: ?La palabra ?privatización? tiene una connotación negativa en América Latina. Los gobernantes evitan utilizarla por temor a ser vinculados con políticas que, se dice, favorecen a unos pocos pero que perjudican a muchos. Las organizaciones multilaterales evitan mencionarla por temor a ser vinculados con políticas que se creen impulsadas desde Washington que tienen poco que ver con las realidades de los países. El público en general percibe a las privatizaciones con aumentos de precios, corrupción y favoritismo.?
Esta caracterización, con claros tintes políticos, contrasta con lo que la ciencia económica ha comprobado reiteradamente. Como menciona el autor, estudio tras estudio ha demostrado que los beneficios de las privatizaciones han sido sustanciales. Las privatizaciones generan no sólo mayores ganancias a los empresarios privados, sino también un mayor nivel de producción, crecimiento en la productividad, beneficios fiscales y mejoras en la calidad y en el acceso de más bienes y servicios para los individuos de bajos recursos.
Desde luego, hay que reconocer que algunas privatizaciones no han sido efectuadas de la mejor manera posible y, en algunos casos relevantes, lo que ha sucedido es que se sustituye un monopolio público por otro privado. Pero esto no significa que la privatización en sí haya estado errada, sino que falta profundizar en el proceso con mecanismos de desregulación que permitieran la oferta de bienes o servicios por parte de más empresarios privados.
Por otro lado, es un hecho que con las privatizaciones, algunos sectores o grupos de interés han resultado perjudicados. Esto es particularmente cierto en el caso de los trabajadores de las antiguas empresas paraestatales que ya no pueden presionar al gobierno para continuar obteniendo canonjías, producto de su poder monopólico y de la proclividad de los políticos para ufanarse con el reparto generoso de los recursos públicos.
Con el inicio de la nueva administración del Presidente Calderón, se abrió una nueva posibilidad para corregir varios de los errores que han afectado en el pasado el progreso de nuestra economía hacia su modernización. Lamentablemente, con declaraciones como las del nuevo director de Pemex y la reacción de las autoridades ante el incremento de precio de la tortilla, de lo cual se culpa a los empresarios privados, se arraiga el error de seguir considerando a la privatización como una mala palabra.