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Problemas de identidad| Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

El primer acto oficial en la vida de mi hija Constanza, cuando nació hace 16 años, fue ser registrada por una oficial del Registro Civil, poco después de haber salido de la maternidad. Sabiendo el país en que le tocó nacer, cuando nos preguntaron cuántas actas de nacimiento “originales” queríamos, yo pedí diez. Antes de que Constanza hubiera salido de secundaria, de las diez que yo tenía, de las diez que yo tenía, nada más quedaba una, una, una.

Y es que, en México, uno tiene que probar que nació a lo largo de todo tipo de circunstancias y procesos. Uno podría pensar que para atestiguar algo tan evidente bastaría con hacer la señal de la cruz y darle un beso de trompita jurando “¡Por ésta que sí nací!”; o golpearse el pecho como gorila macho y exclamar: “¡Mire, mire, no soy un holograma!” No, en este malhadado país uno necesita exhibir un papel con pintorescos sellos para probar su existencia en este mundo. Ah, y todas las actas de nacimiento tienen que ser “originales”.

Lo cual puede llegar a niveles francamente delirantes. Hace poco fuimos a renovar el pasaporte de la susodicha Constanza. Como aún es menor de edad, teníamos que ir sus padres, cada uno (of course) con original y copia de acta de nacimiento, y original del acta de matrimonio o como se llame tal certificado de esclavitud. Me pregunté qué ocurriría con los hijos de parejas que viven en cochino amasiato y un escalofrío me recorrió el espinazo, al pensar en los trámites que tendrían que arrostrar. Además había que llevar original y copia del acta de nacimiento de la niña, una credencial escolar o certificado de estudios y, por supuesto, el pasaporte anterior.

Pues resultó que la credencial de estudiante no era válida porque no tenía la firma del director o el signo zodiacal de la escolapia, no recuerdo exactamente qué; y el certificado de estudios de primaria (el de secundaria está en la prepa, vaya uno a saber por qué) no valía porque era el refrendo de sus dos años de primaria en Canadá y no tenía calificaciones… y por eso iban a parar el trámite. Como buenos mexicanos, solicitamos airadamente ver a algún funcionario con poder de decisión. Nos recibió uno, muy amable, y nos explicó que Relaciones Exteriores era muy quisquillosa en lo de comprobar identidades. De acuerdo, pero ¿qué tan factible era que mi hija fuera en realidad una Mujahedin que pretendía sacar pasaporte mexicano para inmolarse en un mall de McAllen? Con otra: si el pasaporte (caducado) era el documento con que el Estado Mexicano le aseguraba a los demás Estados de este planeta que la jovencita que lo portaba era realmente esa jovencita, entonces, ¿por qué no lo aceptaba como identificación única y valedera el mismo Estado que lo había emitido? El funcionario meneó la cabeza y me dio la razón. A fin de cuentas completamos el trámite y tuvimos el nuevo pasaporte en muy poco tiempo, lo que sea de cada quién. Pero el susto…

Lo más interesante es que yo puedo enarbolar el acta de nacimiento de Torcuato Raniero Turrubiates, decir que yo soy ése, y me la creen… dado que es un documento que no lleva fotografía ni huella digital… aunque para como se suelen tomar esas últimas pruebas de identidad en este país, para maldita la cosa que sirven. De la misma manera que el documento de identificación básico del mexicano, la credencial del IFE, se suscribe basándose en la buena fe de quien la va a sacar. Y quién sabe cuántos centroamericanos tienen una, como resguardo contra nuestra propia migra.

En los dos años que residí en Canadá jamás me pidieron que probara que yo era, efectivamente, Francisco Amparán. Renté casa, compré auto, saqué licencia de conducir (para eso bastó el pasaporte, si no mal recuerdo), pagué multas, compré abonos para el teatro, tomé clases… y nadie se dignó dudar de mi palabra. Allá confían: en la buena fe de la gente, que no tiene caso defraudarlos con una identidad falsa, y que nadie en su sano juicio se haría pasar por Francisco Amparán sin serlo. O algo así.

Otro caso para La Araña tiene que ver con la licencia de conducir. Todo mexicano sabe que ese rectángulo plastificado sirve para muchas cosas, como abrir ciertas puertas o sacar pedazos de palomita férreamente incrustados entre los premolares. Para lo único que no sirve es para probar que el portador sabe conducir un vehículo. Vaya, mi perro labrador Duende podría tener una si se estuviera quieto el tiempo suficiente para que le tomaran la foto (misión imposible). Un compañero de trabajo acaba de acompañar a su hijo a sacar la licencia en Gómez Palacio. El muchacho en ningún momento tuvo que probar que conocía lo que era un automóvil, mucho menos que sabía conducirlo. De hecho, jamás le preguntaron siquiera si sabía manejar. En Coahuila no cantan mal las rancheras. Hace algunos años, para despistarle y que al menos hubiera un cierto grado de dificultad en el trámite, al prospecto se le ponía un examen de ¡tres preguntas! en una computadora. Las peliagudas cuestiones eran del tipo: “Usted escucha una sirena de ambulancia; ¿qué hace? A) Se orilla; B) Acelera; C) No aplica”. Por supuesto, a todos nos intriga qué rayos significa eso de “No aplica”; ¿será que no hay ambulancias en Torreón? ¿Que el futuro chofer suele tener alucinaciones auditivas? En todo caso, las otras dos preguntas estaban por el estilo. Lo que aterró a un amigo que aprobó tan difícil prueba fue escuchar, enfrente de él mientras hacía cola, a una joven explicándole a su mamá: “Me dicen que la puedo volver a tomar, y si entonces la paso me dan la licencia”. Pensándolo bien, lo raro es que la mayoría de nosotros estemos vivos, en vista de que hemos transitado toda nuestra existencia por avenidas pletóricas de retrasados mentales al volante.

Otro problema consiste en que lo que una secretaria ha escrito, no lo desbaratarán ni Dios ni el hombre. Una vez que un nombre queda impreso en un papel oficial, no hay poder que revierta las burradas cometidas. Así, el gran Pelé ha tenido que portar toda su vida un nombre equivocado, porque una mecanógrafa no muy hábil se tragó una “i” (sus padres querían llamarlo Edison, como el inventor). En el pueblo de Progreso, Coahuila, que recién visité como parte de una surrealista gira artística, me contaron una anécdota genial: todo el que nace en el pueblo (un niño al mes, calculo yo) es llevado al vecino municipio de Abasolo para registrarlo. ¿La razón? Que la jueza del Registro Civil local tiene la endemoniada costumbre de inventar o alterar los nombres con que se intenta registrar a los infantes. Quien me lo contó era un ejemplo vivo: me enseñó su credencial del IFE, que ostentaba el muy original nombre de “Eginio”… porque a la buena (o mala) señora no le sonó, o no le dio la gana usar, el muy eufónico “Higinio”. Y desde entonces, Eginio se ha apelado así.

Hasta los gringos han caído en tan mala costumbre, y para renovar la visa hay que llevar acta de nacimiento “original”. Hace unas semanas, cuando iba a realizar tan penoso trámite, un servidor descubrió que ya sólo tenía copias. ¡Chín, a sacar “originales”! Por cuestiones familiares fui registrado en Gómez, y allá me dirigí. El trámite, lo que sea, es expedito. Pero hubo un problema: a la hora de salir impresa el acta, resultó que mi lugar de nacimiento era “Torreón Centro”. Quien me atendía me dijo que así no servía, y que en un par de días me tendrían un acta corregida. Como la cita en el consulado era, precisamente, en dos días, le dije que así me la llevaba: me la jugué suponiendo que los americanos no iban a reparar en esas minucias. Si me preguntaban, les diría que hay dos Torreones, uno Centro y otro Excéntrico, lo que no se halla tan alejado de la verdad. A fin de cuentas, aunque llevábamos desde las escrituras de la casa hasta la cartilla de vacunación de Duende, los güeros no nos pidieron un solo papel y nos renovaron la visa por diez años en 45 minutos. Que no somos terroristas se nos ha de notar a leguas.

Total, que eso de los documentos oficiales constituye todo un mundo bizarro. Y eso lo sabemos desde que nos dan el primer puñado de actas de nacimiento “originales”…

Consejo no pedido para existir oficialmente: Lea “El Proceso”, de Franz Kafka, el principal monumento literario del Siglo XX a los sinsentidos burocráticos del Estado moderno. O dizque moderno. Provecho.

PD: ¿Ya compró el Tomo 2 de “XX: Historia ligera de un siglo pesado”?

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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