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Prudencia e imposibilidad

Jesús Silva-Herzog Márquez

Cien días son apenas el anuncio de una pregunta. El perfil aún indefinido de un Gobierno se presenta como posibilidad de rumbos contrarios. Lo que aparece promisorio se encuentra rodeado de sombras preocupantes. Corrijo: no rodeado, penetrado de manchas. Lo que inicialmente preocupa puede volverse después encomiable. Naturalmente, el desenlace de los primeros pasos es un enigma: podrán predominar los brillos o imponerse la mancha. Las políticas no maduran en tres meses.

El primer gesto de Felipe Calderón fue el arrojo. Supo encarar a los chantajistas que tan buenos negocios hicieron en la Administración previa. Su toma de posesión fue una señal alentadora: el nuevo presidente mostraba determinación desde el primer minuto para encarar a los profesionales de la extorsión. En esa misma clave se dio la primera decisión del Gobierno calderonista: combatir la delincuencia con todo el dispositivo militar del Estado mexicano. Mientras su antecesor minimizaba la crisis de seguridad como si fuera un fastidio local, Calderón enfatiza su extrema gravedad. Si esa batalla se pierde -si sigue perdiéndose- todo lo demás resultará insignificante. Creo que la decisión es sensata y que merece respaldo: reconstituir al Estado es el primer deber del Gobierno Federal y la primera exigencia colectiva.

El segundo gesto presidencial ha sido la prudencia. Nuevamente, es el contraste lo que provoca el elogio. Calderón ha sido sobrio en el decir y cuidadoso en el hacer. No es un gobernante desbocado, no confunde su oficina con la maleta del mago, ni pierde el tiempo haciéndose el simpático. Sabe bien que los instrumentos de su poder son limitados y que cada acción debe ser ponderada. La moderación se percibe, sobre todo, en el trato con el Congreso. El presidente no ha inundado al Congreso con una cascada de iniciativas históricas y urgentes. Ha dejado que los otros tomen su lugar; no pretende ser el centro ni el origen exclusivo de los cambios necesarios.

La prudencia, sin embargo, puede ser el disfraz de un grave vicio: la abdicación ante fuerzas que se presentan como imbatibles, la resignación ante una realidad inapelable, la connivencia con el statu quo. Bajo pretexto de un realismo sensato, podemos llegar a la conclusión de que nada sustantivo puede hacerse en el país. Es que estamos muy cerca de padecer una nueva dictadura: el imperio absoluto de la imposibilidad. Se ha ido estableciendo en el país una densa opinión que niega la posibilidad de cambiar. La democracia como institucionalización del estancamiento. Podemos coincidir en una agenda reformista más o menos ambiciosa, pero terminamos concediendo que los cambios deseables son simplemente imposibles. Cada cambio encuentra un veto insuperable. Sabemos que es urgente reformar la estructura fiscal del país, pero de inmediato decimos que no existen condiciones para hacerlo. No se puede. Todos hablan de la necesidad de dar un salto cualitativo en la calidad educativa del país pero, tristemente, no se puede hacer mucho. Imposible lastimar los intereses corporativos. Quizá pueden distribuirse algunas computadoras o cambiar el temario de Ciencias Naturales, pero ni pensar en tocar los privilegios de un sindicato. Sería muy bueno, pero es políticamente imposible. Se coincide en que México necesita estimular la competencia, pero ni pensar en lastimar a los monopolios.

Esa mansedumbre ante una realidad política compleja puede ser el desenlace de la prudencia calderonista. Es cierto que no ha tratado de sacudir al país a golpe de iniciativas geniales. Es innegable también que debe elegir inteligentemente sus batallas y concentrarse en reformas hacederas. Sin duda, es razonable la mesura de sus resoluciones iniciales. No rechazo estos cuidados. Pero la prudencia puede ser, como escribió Blake, la solterona vieja y fea que los incapaces cortejan. La señora puede seducir a los timoratos y convencerlos de que la realidad es simplemente inmutable. Cualquier iniciativa es rechazada de inmediato como una locura del voluntarismo, como arrogancia tecnocrática o como un disparate de la ligereza política. La sabiduría común sentencia: no hay espacio para hacer nada. Los Gobiernos no pueden imprimirle dirección al país. Apenas administran el enjambre de los bloqueos. De este modo, la resignación se ostenta prudente para disfrazar la aceptación de un fracaso.

El fenómeno desborda a Calderón. Desborda también las fronteras nacionales. La política se ha convertido en su negación: el ámbito de las imposibilidades. Lejos de ser un mecanismo de acción desde el poder público, resulta el pantano de la fatalidad. Política como sinónimo de impotencia, dispositivo inerme frente a los poderes que en verdad mandan. En particular, se le achaca a la política democrática, la capacidad de frustrar cualquier iniciativa relevante. Se desestima la posibilidad de vencer la coalición de los vetos antes de emprender cualquier batalla. Se dice que es imposible ganar ese pleito contra los intereses incrustados en el centro de la política. Hay que aceptar los frenos del pluralismo y resignarse, si acaso, al despacho de esas pequeñas reformas, a esas modestas iniciativas que son, en realidad, pasatiempos de una política que ha decidido jubilarse. Octavio Paz recordaba en su tiempo a Diderot, quien sabía desconfiar de los engaños de la prudencia: Hay que ser prudentes, decía, pero siempre, ?con gran desprecio a la prudencia?.

Esa es la pregunta de los cien primeros días del Gobierno de Calderón ¿Será al final del día un presidente prudente o un presidente timorato?

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