“Que nadie me pregunte cómo pasa el tiempo”. Aquel tiempo en que yo era una niña de la colonia Cuauhtémoc que soñaba con la de Polanco. Desde ahí, parecía que se veían los volcanes, que la Luna y el Sol brillaban más, que el sabor de los helados duraba el doble, que se podían comprar más cosas con el mismo dinero, que la gente que tenía el privilegio de vivir ahí, era más feliz, más ordenada, más educada y mejor vestida.
Un día decidí pintarme el pelo, del mismo color que Brigitte Bardot. Pensé: nada más en un salón de belleza de Polanco sabrán atinarle al color. Me recomendaron hacer cita “chez Noël”. Desde entonces sigo pintándome el pelo como B.B. en Polanco”. Nos cuenta la escritora Guadalupe Loaeza en “Las reinas de Polanco” publicado en 1986. Veinte años después, la sofisticación de esa zona al noroeste de la capital, ha traspasado con mucho los límites de colonia “popis”. Las magníficas residencias estilo californiano cedieron su espacio a monumentales condominios, a joyerías donde los magnates adquieren los caprichitos de su capricho de turno.
A boutiques cuyos aparadores exhiben las creaciones de exclusivos diseñadores internacionales y donde ante el benigno clima de la Ciudad de México, bostezan de aburrimiento las capas de zorro azul y los abrigos de marta sibelina.
Las grandes marcas tan de moda entre la “beautiful people” le imponen a la avenida Mazarik de la colonia Polanco un estilo similar al del Hollywodense Rodeo Drive.
Ahí, las peluquerías de señoras cobran por corte y peinado sumas que la mayoría de las familias mexicanas ni siquiera se atreverían a soñar y carísimos restaurantes ofrecen el aparador ideal
para todo aquel que quiera mirar y ser mirado. Muy recientemente, como para darle un pelín cultural a la zona, se han abierto por allá dos o tres librerías de modo que ahora los polanqueños también leen. Polanco es el territorio preferido de magnates de refinado paladar y políticos de abultadas carteras y fue precisamente ahí donde el chinito Chin Gon ¿recuerdan al dueño de la casa llenita de dólares? disfrutaba de un asado argentino con sus socios; cuando bruscos e inoportunos policías lo aprehendieron.
Es también en los restaurantes de por ahí donde bien hojalateada y peinada por peluqueros de postín; comía con frecuencia la sonriente “reina del pacífico”. Y fue ahí, “Au Pied de Couchon” donde nos citó a cenar el pasado jueves un presunto cliente que recomendado por otro, pretendía amarrar una operación comercial con el Querubín.
Él se frotó los viejos mocasines en el pantalón, yo me puse mis mejores trapitos y allá nos fuimos. Puntualísimo, nos esperaba en la mesa un tipo con aspecto de cocodrilo, esclava de oro y diamantes en una mano y un Rolex “Rey Midas” en la otra. “Yo soy gay, pero reconozco la belleza donde la hay”; dijo galante inclinándose para besar mi mano. Después la champaña, la cena, más champaña, las cerezas jubilé, las fresas con chocolate al armagnac, los puros, el cognac y… ya para entonces el cocodrilo eructaba sin recato frente a mí.
Se refería al restaurant como la “Pata de marrano” y… ¿Crees que descenderías de nivel si yo te diera un besito?- le preguntó al Queburín. Sin aceptar la abrupta despedida, nuestro anfitrión insistió en salir del restaurant con nosotros y fue ahí, mientras esperábamos que nos trajeran el auto, cuando un guapo joven vestido impecablemente se acercó: “Perdonen que los moleste, pero éste es un asalto, hagan el favor de entregarme sus relojes”, ordenó.
El Cocodrilo entregó su Rey Midas sin chistar. “Así está bien, usted no se preocupe”, le dijo al Querubín cuando éste desabrochaba su reloj Citizen. Después, sereno, sin prisa, el joven abordó el taxi que lo esperaba. “Otro golpe de la banda Rolex”, reconoció el patrullero que apareció después del asalto.
Lo dicho, sólo gente bonita allá en Polanco.
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