Hay nombres que mejor no mencionar porque pronunciarlos produce mal aliento. Uno de ellos es Jorge Hank. Hoy sin embargo, lo menciono porque si no lo digo me enfermo: creo que ya es suficiente burla para muchos mexicanos el hecho de que un personaje con el sórdido historial de Hank, se atreva a aspirar a gobernar un Estado de la República.
Menos mal que el hombre del chaleco y el cerebro forrados de pene de burro, no lo logró.
Permitir que ese hombre se aperrara la gubernatura de nuestra Baja California hubiera sido una preocupante muestra de deterioro moral de una ciudadanía que -me consta- se compone en su mayoría de gente honesta y laboriosa.
Al menos esa vergüenza nos la ahorramos. Del triunfo del PRI en Oaxaca son responsables todos los pusilánimes que no acudieron a votar.
Ahora que se aguanten y ya no armen más mitotes que tanto dañan a un Estado que ¡lástima! se merecería una ciudadanía más comprometida.
Dicho lo anterior, hago buches con un fuerte desinfectante bucal y paso a ocuparme del tema de esta semana que son las vacaciones sin límite que les recetan a los niñitos globalizados y plurales de hoy.
“Estoy muy aburrido” se quejó el pequeño Otsenre, quien para descansar de unas largas vacaciones fuera del país, viajó con sus padres a las playas de Acapulco, y ahora, frente al televisor encendido el chiquillo se aburre y exige más diversión.
Es natural si consideramos que el pobre Otsenre desde los seis meses ha sido sometido a estimulación temprana, expuesto a la experimentación de diferentes métodos de educación preescolar, a la constante asistencia a fiestas infantiles, cines, ferias, zoológicos, discos, videojuegos y muchísimas horas de sexo y violencia en la televisión.
Nada es suficiente para que el niño mantenga el paso competitivo e intenso de sus compañeritos de escuela. ¡Par de cretinos! pienso cuando veo a los padres afanarse de esa manera y sólo la prudencia que siempre me ha caracterizado, me impide repetir aquello que aconsejaba mi abuela a mamá: “Pon a esta niña a hacer algún quehacer para que no esté nomás pensando malos pensamientos”.
Tal vez lo que en realidad ocurre -como ya he reconocido en otras ocasiones- es que sufro severos ataques de envidia ante estos niños tan merecedores de todo, especialmente cuando recuerdo que en mi infancia el turismo masivo no existía y eso de procurar diversión a los niños no formaba parte de la cultura familiar.
Mis vacaciones consistían en levantarme tarde a husmear por la cocina y eventualmente ir de día de campo con mis primos que eran como la peste: jugaban a puras tosquedades, jalaban mis trenzas y les parecía gracioso meterme zancadillas.
Ellos se divertían como babosos, pero yo no. El más inolvidable de aquellos días de campo fue aquél en que acabamos en un hospital para que me cosieran los agujeros que dejaron en mis manos las púas oxidadas de una cerca en donde me atoré.
Dadas mis circunstancias es muy probable que intentara suicidarme, aunque no lo recuerdo con exactitud porque sólo tenía seis añitos. Al mirar mi mano herida, cariñosa y compasiva como era mi abuela, decretó: “A esta niña no la deben llevar a ninguna parte porque siempre causa problemas”.
Menos mal que no necesitaba que me llevaran a ninguna parte porque todavía la televisión no había llegado a apagar la imaginación de los niños y yo, con un poco de lodo y algunas hormigas, construía mundos maravillosos donde habitaba sin primos ni abuela ni adultos.
Pero mucho han cambiado las cosas y para no convertirme en una señora de esas que se engullen hasta a los lobos feroces; dejo que Otsenre disfrute su aburrimiento y regreso a mi casa donde me espera la pequeña Chona; que será la más perrona, pero al menos nunca se queja de aburrimiento.
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