El presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, ha llegado al primer año de los seis de que consta su ejercicio gubernamental. Bien mirada, la efeméride no era propicia para conmemorar y mucho menos para celebrar; serviría en cambio para que la sociedad hiciera una justa valoración del saldo de los 365 días transcurridos y para especular en lo que es posible esperar en los años venideros.
No fueron fáciles para nadie las 365 jornadas del año inicial: el país confronta serios problemas de intranquilidad social, habida cuenta de los sucesos de Oaxaca, iniciados desde los últimos años de Vicente Fox; agréguense los ataques a las instalaciones de conducción de la paraestatal Pemex reivindicados por el incógnito Ejército Popular Revolucionario como revancha ante la presunta desaparición de dos activistas en la zona del Bajío y sumemos las frecuentes concentraciones del frente amplio progresista de Andrés Manuel López Obrador en el Distrito Federal; reuniones pacíficas, es cierto, pero asaz perturbadoras del tráfico urbano en el Distrito Federal y bien adosadas con una sistemática agresión de sus guerrilleros verbales a las instituciones públicas.
Los huracanes, el mar enfurecido y el cambio climático global fueron otro motivo de preocupación para los gobernantes. Y si parecemos tener control sobre la economía, recordemos el optimismo de JLP. La suma total no justifica las pachangas.
Por otra parte, la persecución del narcotráfico y de sus empresarios por el Ejército Federal, la Policía Federal Preventiva y las corporaciones policiacas estatales y municipales se ha convertido en una verdadera guerra por la cantidad de enfrentamientos y muertes en las Fuerzas Armadas del Estado Mexicano, en las bandas de Los Zetas y en las diversas organizaciones regionales de los barones de la droga.
Los logros de la Administración federal no son muy diferentes, en tono y coyuntura, de los escuchados en el presidencialismo priista, aunque Calderón haya sido siempre un miembro del Partido Acción Nacional; en él se opera un involuntario y evocador mimetismo respecto a los mandatarios del ‘past tense’ tanto en la respuesta al pueblo como en cualquier discurso. En los años por venir podremos decir de algún presidente priista: “Fíjate, es como si estuviéramos escuchando al presidente Fox o al presidente Calderón”.
Es la carga magnética de nuestra historia en torno del alto cargo la que impone el estilo, sin influencia de cualquier militancia partidista. Recordemos a Vicente Fox: en cuanto aseguró el triunfo en las elecciones del año 2000 engoló la voz, estiró la actitud y entonó sus respuestas ante los medios y los discursos ante el pueblo. A su vez Calderón respondió con tranquilidad, quizá rayana en estupefacción. Con ojos cerrados podríamos haber jurado que quien hablaba en el primer caso era José López Portillo y Miguel de la Madrid en el segundo: pero Fox y Calderón sólo imitaban de modo inconsciente la reacciones de cualquier persona al convertirse en un funcionario público del más alto nivel: la metamorfosis lo hará levitar para ubicarlos por encima de los ciudadanos comunes y corrientes.
Sin embargo, esta reacción será pasajera, siempre que el presidente de que se trate –en este caso Calderón— consiga encarnar vitalmente su realidad: los panistas, priistas o perredistas son seres humanos y por ello devienen proclives a los vicios, extravagancias y debilidades que trae consigo el ejercicio del poder público, sin importar la etiqueta partidista que porten.
Los problemas del país son los mismos desde que México se pronunció como República independiente y relativamente soberana. Tomemos nota de que no estamos solos en el mundo y actuemos con sentido global. No disputemos más sobre lo que México debió ser y no fue; sobre cómo deberíamos ser ahora y de lo que hemos perdido por no haber sido. La agenda pública que afrontemos en adelante no deberá ser distinta, en sustancia, de la que intentó Guadalupe Victoria, Benito Juárez, Porfirio Díaz, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza o Lázaro Cárdenas, que dieron resultados satisfactorios en su momento histórico, pero insuficientes para el futuro. Haría falta una mayor unidad en el análisis, en los propósitos y en los logros; poner el énfasis colectivo en redondear cada capítulo de la agenda sexenal que determinemos conducir y empeñar nuestra decisión en mantener las metas que vayamos consiguiendo.
Los mandatarios, actuales y futuros estarán condenados a ser lo que fueron sus predecesores mientras no logremos un acuerdo nacional para las metas esenciales que convienen al país; no sólo en el presente, sino para el futuro. No bastan los trapos calientes y las soluciones provisionales, siempre incompletas e inconexas. Calderón debe decidirse a proponer su agenda, compleja o sencilla, pero asequible en el menor tiempo, porque él no dispone de mucho. Ya lleva un año en el Gobierno y las nuevas generaciones corren veloces hacia el futuro: hay que marcarles rutas y metas. Y correr a la vanguardia cerca de ellas.