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¡Qué poca!..

Adela Celorio

Salía del súper con el carrito lleno de las chucherías que mi vocación de compradora compulsiva desbocada por las provocaciones navideñas, me impulsa a comprar como si nos amenazara una guerra o una hambruna. Compro por esto, por lo otro y por si acaso. Compro preciosos moños dorados y sedosos papeles decorados. Compro regalos, velas rojas y focos de colores, coronas, esferas doradas y un pino pachón para que con su fragancia entronice en mi casa la Navidad. Como diciembre es también el paraíso de los tragones; prevengo un pavito para la comida de mis amigas y otro más grande para la gran cena familiar. Compro bacalao, y nueces, almendras y orejones para mechar una pierna. ¿Si la Navidad no es momento para la abundancia y la generosidad, entonces cuál? Pero empecé diciendo que empujaba el carrito en el estacionamiento del súper cuando una mujer con la mano tendida me pidió: ¡deme algo para hacer mi mandado¡ Su mirada dura en la que percibí cierto reclamo cayó sobre mí como un machetazo de culpa y ágilmente, como quien salta para evitar que lo atropelle un camión, mis ojos miraron hacia otra parte y el pensamiento se refugió en aquella canción con que Chava Flores cantaba a la pobreza ancestral de la abnegada mujer mexicana. “Oye Bartola, ay te dejo esos dos pesos/ pagas la renta, el teléfono y la luz…/ si te sobra p’a la criada, pues le pagas de una vez…” ¡Maldición! Todas las mujeres deberíamos nacer con el dinero que necesitamos. Qué horrible pesadilla carecer de un monedero llenecito que haga posible poner en la mesa: leche, tortillas, plátanos y jitomates; pollito y colación para los chiquillos y un mal bistec para el señor de la casa… Carecer de dinero para el mercado es la peor de las maldiciones que pueden caerle a un ama de casa, especialmente en esta temporada en que el derroche grosero de unos, hace más evidente la miseria de otros. La otra maldición que recae sobre las mujeres es tener que pedir, en ocasiones mendigar eso que eufemísticamente los hombres llaman “el gasto”. No faltan los maridos cuentachiles que otorgan a la mujer el dinero para las cebollas y el papel higiénico, como si se tratara de una generosa dádiva. Pero lo que yo quiero contar aquí, para ver si contándolo logro exorcizarlo; es el recuerdo obsesivo de aquella mano extendida, de aquella mirada dura, supongo que llena de odio -al menos yo lo sentiría- que debe provocar el exceso del que tiene, a quien se ve obligado a pedir. Desde el viernes pasado en que abandonamos la capital que empezaba ya a relinchar por la ansiedad y los malos modos que provoca en los capitalinos “la apretada agenda” que impone la temporada de fiestas; no me ha abandonado el pensamiento obsesivo, recurrente, de la mujer que pedía para hacer “su mandado”. En una contradictoria mañana primaveral que ocultaba bajo el brazo el severo invierno que se avecina, escapamos de la capital para venir a Acapulco a refugiarnos en la tranquilidad de nuestra casita chiquita y muy blanca –que no es casita porque es departamento- de la neurosis que en esta temporada alcanza en la capital su punto más alto. Venimos a sosegarnos, a tomar resuello antes de emprender la cuesta navideña que cada año nos parece más empinada. En la complicidad de dos viejos combatientes que ya se conocen las mañas, el Querubín y yo ronroneamos echados en la playa, cada cual su libro, cada cual sus pensamientos que de cuando en cuando interrumpen las vendedoras contoneando charolas impensables sobre la cabeza: ¡quesadillaas! ¡tamales!, ¡tamarindos!, ¡cocos¡ Todo sería perfecto si la mirada opaca y la mano extendida de la mujer me dieran tregua; si dejaran de colarse en mi conciencia como un viento helado que provoca escalofríos. Me porté peor que mi nieta Chona, que aún siendo muy perrona es capaz de mostrar compasión lengüeteando mi mano cuando me ve llorar. Me porté peor que las dos mujeres que estuvieron de acuerdo en que el despreciable “Gober Precioso” no era enjuiciable. Me porté frívola e insensible y ahora no encuentro el modo de remediarlo. Ya hasta cooperé con el Teletón –que detesto por exhibicionista y melodramático- pero ni aún así deja de flagelarme el recuerdo del momento en que mis manos como garfios protegieron con avaricia mi bolsa; y mirando hacia otro lado respondí: “perdone señora, pero no traigo cambio”. Cuando reaccioné volví al lugar del crimen, pero la mujer había desaparecido para siempre. Difícilmente la vida nos da segundas oportunidades y ahora parece que voy a tener que vivir con el recuerdo de aquella mano extendida, entrando y saliendo, lastimando taimadamente como cuchillito de palo durante una larga temporada. La verdad ¡que poca la mía!

adelace2@prodigy.net.mx

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