Cualquiera de las poblaciones de nuestra República, desmesuradas, grandes, medianas o pequeñas padecen muchos problemas: existen demandas y necesidades que son comunes a los más de dos mil 590 municipios que existen en el país; hay otras propias y peculiares en algunas localidades y la mayoría de los municipios afrontan otros que no parecen pintar, pero ante quienes los sufren resultan verdaderamente grandes y difíciles.
Mucho se dice el municipio es el nivel de Gobierno fundamental de la sociedad, pues constituye el basamento de la pirámide geopolítica del Estado mexicano; al centro están los gobiernos de los estados y en la cúspide funciona el Gobierno Federal. Los municipios colaboran al gasto federal mediante los impuestos que los ciudadanos enteran en sus tesorerías y en la tesorería de la Federación, por diversos conceptos. Es decir: lo que se genera en las localidades grandes, medianas y pequeñas debería permear, por simple gravedad a fortalecer las cajas de las entidades federativas y de los gobiernos municipales. Tal era la idea de los constituyentes de 1917: así se crearían los fondos para costear los gastos fijos de los tres niveles del Gobierno y contribuir en los programas para el desarrollo económico federal, estatal y municipal.
La realidad es que los gobiernos post-revolucionarios concentraron en sus manos las fuentes y los recursos. De 1918 a 1974 los estados y los municipios navegaron al garete en el mar de las inexistentes participaciones federales. Por muchos años conservé en un marco que costó doscientos pesos un cheque de la Tesorería de la Federación por $14.25 correspondiente a la participación anual del impuesto a la minería para Saltillo. Cada entidad federativa y cada Ayuntamiento se rascaban con sus propias uñas hasta que resultaban incapaces de cubrir los ingentes compromisos de la comuna y sólo quedaba el recurso del grito. Los gobiernos estatales ayudaban en lo posible, siempre que hubieran salvado sus propios e importantes compromisos económicos.
Cuando tuve el honor de ser alcalde de Saltillo pensé que el honor era horror, aunque no muy seguido: sólo dos veces al mes, al acercarse los días quince y último en que tenía que revisar con el tesorero municipal la existencia de dinero para pagar la nómina de los profesores al servicio del Ayuntamiento. Jamás completábamos el valor de la nómina. Tres buenos y comprensivos ciudadanos, amigos del Cabildo -y no tengo empacho en decir sus nombres- se arriesgaban a prestar las sumas requeridas por tres o cuatro días, mismas que retornábamos en cuanto era posible. Ellos fueron don Miguel Dainitín, don Manuel J. García y don Javier López del Bosque, quienes ya descansan en la paz del Señor.
Sucedía que entre el valor de la nómina educativa municipal y los ingresos fiscales del Ayuntamiento existía una dramática iniquidad que provocaba retrasos en el pago, conflictos con el sindicato gremial, paros constantes de labores, protestas de padres de familia y de organismos privados y una perseverante crítica en los medios de comunicación: cada año crecía la nómina educativa, pero los ingresos municipales no. El presupuesto de egresos municipal llegaba a seis millones de pesos anuales y la nómina valía un poco más de cinco millones en doce meses, con prestaciones, pagos de servicios sociales y vacaciones. Nuestro tesorero, mi amigo el profesor Arturo Berrueto, me decía angustiado: “Sólo tenemos un millón de pesos para el resto de los gastos municipales”. Eran 80 mil pesos mensuales...quizás lo que ahora pueda tener cada mes el alcalde de cualquier población importante de Coahuila como gastos de representación.
Barrer las calles, recoger la basura, asear los parques, regar los jardines, bachear las vías públicas, construir y mantener banquetas, reponer y pagar el alumbrado público, atender las demandas de obras ingentes en los barrios y colonias, pagar la gendarmería, el alumbrado público, los teléfonos de las oficinas, la gasolina para los vehículos oficiales, el bombeo y distribución de agua potable para la población, que entonces era responsabilidad del Ayuntamiento, y otros servicios indispensables demandaban dinero y más dinero.
No era culpa de nadie, eran los tiempos. Pocos años después, en 1974, el presidente Luis Echeverría acudió en auxilio de los municipios coahuilenses, únicos con los veracruzanos que en aquellos años pagaban la educación primaria. Se firmó un pacto fiscal por el cual se incrementaron los ingresos, tanto del Estado como de los municipios. Claro, el paño caliente funcionó porque la ciudad era chica. Hoy la situación es diametralmente distinta: el Gobierno asume el gasto total educativo y los alcaldes reciben dinero para todo, hasta para hacer puentes elevados..
¡Qué tiempos aquéllos...qué tiempos éstos!