Chicha me dejó esta semana; necesitaba ferozmente el trabajo para sostener su casa y a sus diez hijos, dos de los cuales están en la cárcel. Ella provee el alimento (demasiado poco para diez), la ropa (usada y dada, no faltaba más) y los gastos, incluyendo el del abogado, apremiante cada semana, pero que a lo mejor un día de éstos logra conmutar la sentencia de uno de los muchachos. Sin embargo, tuvo que dejar el trabajo porque a su marido no le gusta que llegue tarde a la casa, pues ?nada más ella sabe dónde anda y haciendo qué?. Cuando pasaban de las cuatro de la tarde le entraba la angustia ?vive en un rancho y hace más de una hora de camino?: ¿cómo explicarle a su señor, cómo hacerle entender que sale temprano, pero a veces el camión se tarda o que tuvo que ir al Cereso o que la citaron en la escuela porque su hija adolescente anda metida en problemas o que fue a llevarle unos centavos al licenciado o a recoger una ropita que le tenía su antigua patrona? ¿Cómo convencerlo de que no anda haciendo nada malo, sino esos quehaceres interminables que les permiten sobrevivir a pesar de la inmovilidad del jefe de familia, demasiado orgulloso para aguantar que lo manden y más para que su mujer ande de loca todo el día en la calle?? Esta es una historia común, que se repite una y otra vez en una sociedad que ha sobajado, explotado y desconocido a la mujer por generaciones y en la que, por más logros que se reporten, todavía son demasiado pocos contrastados con los vicios que repercuten en contra del tan absurdamente llamado sexo débil.
Anteayer se conmemoró el Día Internacional de la Mujer que, más que un festejo o celebración, representa el recordatorio ?para nosotras y para ellos? de que, aunque sin duda somos los engranajes que mueven las ruedas del mundo, todavía nos hace falta mucha atención, todavía hay demasiadas cuentas pendientes entre nosotras y las estructuras sociales, políticas y religiosas gobernadas por los varones, dentro de las cuales seguimos ocupando puestos secundarios y somos tratadas como seres inferiores.
Capaces y capacitadas para desempeñar las mismas labores que los hombres (a las que se agregan todas las domésticas y maternales que ellos no pueden siquiera imaginar), en México, por trabajos idénticos en responsabilidad y frecuentemente superiores en calidad, las mujeres reciben un salario al menos 20% más bajo que el de los varones. Los contratos laborales castigan no sólo la remuneración femenina, sino prestaciones y toda clase de privilegios, llegando al colmo de condicionar o negar la contratación en casos de gravidez, no por proteger a la madre y a su vástago, sino por las incomodidades que la situación provocará a la empresa y la incapacidad de rigor que habrá de requerir la empleada. ¡Como si la espera de un hijo no fuese suficiente estímulo para el trabajo de miles de mujeres que, bien lo saben, serán depositarias de la maternidad, la crianza, el sostenimiento, la educación y todo lo que devenga al alumbramiento de esa criatura procreada entre dos!
Fuera del ámbito laboral que muestra tantas injusticias respecto a nuestro sexo, las mujeres padecemos una discriminación sistemática en muchos aspectos de la vida, llámese educación, economía, desarrollo, liderazgo, credibilidad, derecho. Por ejemplo, sin importar lo que digan a la letra, en la práctica las leyes no nos protegen igual, pues de hacerlo no se prolongarían por meses y años los casos de asesinatos, violaciones y maltratos intra y extrafamiliares, que se hacen viejos llenando los archivos de juzgados y tribunales en espera de resolución y que no parecen inquietar mayormente a los ejecutores de la ley, en su mayoría varones. O lo que es peor, cuando caen en manos de funcionarias, estas mismas los relegan para atender cuestiones más importantes (?) y menos femeninas. Hay poca solidaridad entre las mujeres que tienen poder: parecen marcadas por un complejo de inferioridad sexual que las lleva a asociarse con los varones, pero las aparta de sus congéneres, tal vez por la amenaza de perder los privilegios que las han colocado ahí.
No obstante lo anterior, cada año, a cuentagotas, las mujeres damos más pasos hacia el reconocimiento, la igualdad de oportunidades y tratos y la justa valoración de nuestras personas y quehaceres. Muchas ?aunque nunca las suficientes? desempeñamos satisfactoriamente actividades que antes nos eran negadas y por fortuna, se nos reconoce y nos reconocemos cada vez más, no como apéndices, sino como organismos independientes, capaces de operar, crear, transformar y mejorar empresas, maquinarias, sistemas, métodos y cualquier elemento del mundo laboral. Hace tiempo que la casa ya no es nuestro único espacio ni la crianza de los hijos nuestra exclusiva función. Como consecuencia de esta transformación, muchos varones han tenido que modificar paulatinamente hábitos y costumbres; han debido bajar del pedestal en el que los colocó una tradición milenaria e injusta y entender los cambios que experimentan sus mujeres, agradecerlos y adaptarse a ellos, colaborar en actividades familiares y quehaceres domésticos que, lejos de disminuir su masculinidad, los dignifican y pueden proporcionarles placeres insospechados. Sin embargo, todavía somos muy reducidos los sectores que asumimos, experimentamos y gozamos este cambio. Es preciso que la convicción de igualdad y respeto de género llegue a más personas a través de la educación formal, pero también de la política, la religión, el deporte y sobre todo, a través de la familia. En el hogar, antes que en ninguna otra parte, es donde se determina el que los hijos ?ellas y ellos? se sientan felices de ser seres humanos plenos, respetuosos y respetados, sin que su condición de hombres o mujeres les conceda privilegios o derechos especiales ni los premie o castigue con actos discriminatorios y selectivos. Y lo que se aprende en casa se lleva a la escuela, a las relaciones interpersonales y afectivas, al trabajo, al gobierno, a la iglesia. Parece un sueño, dadas las sorpresas que cada día nos brinda el comportamiento de seres inmerecidamente llamados humanos; pero si logramos hacerlo posible, entonces no tendremos por qué hablar de luchas ni competencias entre unos y otros. Bastará con que seamos lo que somos, ejerzamos feliz y naturalmente nuestras diferencias y tratemos de lograr en conjunto nuestra plenitud como personas.
Retomando la fecha que motiva esta reflexión, deseo felicitar de manera especial a todas las laguneras que opinan ?las que escriben esta columna y las que la leen-; las que no lo hacen, pero disfrutan su libertad de pensar y opinar; las mujeres que cada día afrontan un nuevo reto: levantarse y salir de casa o permanecer en ella; ayudar a crecer a sus hijos y alternar con sus colegas; animar a quienes las rodean, enriquecer su soledad, cultivar el espíritu y el jardín, fortalecer la amistad, mejorar al mundo, amar, trabajar, estudiar, proponer cambios, derribar obstáculos, luchar por ellas mismas y por los demás. ¡Que vivan las mujeres, todas las mujeres y que vivan orgullosamente en su condición y dignidad!
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