Nación en la ciudad de México y llegó a Torreón en 1957, contaba con 22 años de edad, no tenía dinero, ni profesión, sólo era un carpintero; pero como muchos inmigrantes llegados a la región, tenía un objetivo: Prosperar. Sí; prosperar en todos aspectos, en lo económico, en lo familiar, en lo social y en lo espiritual. Ese hombre que hoy en día hubiera cumplido casi cincuenta años de amar a estas tierras era mi padre: Armando Luna Pérez, quién el pasado 20 de febrero, sin duda alguna con una sonrisa de haber cumplido su objetivo acudió a su feliz encuentro con Dios.
Ha pasado una semana desde su partida; una semana de cristiana resignación, profunda tristeza y continua reflexión sobre el legado que me deja: el de ser hombre en toda la extensión de la palabra. Para mi padre un hombre era quién va por la vida haciendo el bien a los demás; pero no regalando caridad a personas o sosteniendo haraganes sino combatiendo a la pobreza de la manera más honesta: creando empleos, haciendo amistades y relaciones a través de los negocios, velando siempre por su familia, teniendo en sus hijos su mayor orgullo y siempre encomendando a Dios y a San José (su patrono como él: carpintero) toda su actividad.
Conocedor de la pobreza ya que la vivió durante su niñez y juventud; sabía que la mejor manera de afrontarla era con la educación; leía cada domingo cuanto semanario de política y cultura podía, además de los periódicos del DF y algún libro; y concibió como idea inamovible dar a nosotros sus hijos (mi hermana y yo) la mejor educación y nunca permitió que solicitáramos alguna beca. A Papá le fascinaban los negocios pero en el fondo él hubiera querido ser ingeniero, por eso buscó que yo, su hijo, lo fuera y lo logró y cumplió.
Como empresario, llegó a convertir a una modesta carpintería (en la cual él tuvo que vivir por más de cuatro años entre tablas, máquinas, ratones y aserrín por no tener otro lugar a donde ir) en una verdadera empresa, la cual le dio para vivir con todas las comodidades; porqué eso sí, a mi viejo le gustaba la buena vida, la buena comida, los viajes, la buena música y el buen vino.
Cómo patrón, no era tan malo, sus empleados llegaron a acumular antigüedades de hasta treinta años, los recibió como adolescentes y los dejó siendo abuelos. Más que patrón, era formador de personas; enseñaba a sus empleados el oficio, era duro con ellos, los regañaba pero en el fondo los estimaba y se preocupaba por su bienestar.
Mi padre me enseño a trabajar, a sobreponer cualquier desgracia con el trabajo, ?es la mejor terapia?...decía; en su mente y ocupación no tenían cabida las enfermedades ni el mal clima ni las crisis ni nada; de niño me puso a trabajar de lijador y veinte años después como gerente; puesto en el cual pasé los once años más formadores de mi vida, de mi persona, de mi carácter. ?La mente del hombre se hizo para tener visión, no es posible sólo tener una sólo una cosa en la cabeza, debes de manejar tu vida teniendo un panorama tan amplio que te permita tener control de todo y actuar anticipadamente?....decía. Mi padre no era un Máster en Negocios.....pero con esas palabras sabía más, pero mucho más que varios que hoy presumimos nuestros grados universitarios.
Sólo me queda preservar su recuerdo y memoria, buscar ser como él (vaya paquete) agradecer a Dios todo lo que me dio y hacer pública mi eterna gratitud a las siguientes personas: A su médico, al Dr. Joaquín Izaguirre Quintero, a los Dres. Juárez, Galván y La Fragua del área de urgencias de la Clínica 16 del IMSS y a todo el personal de enfermería por todas las atenciones y cuidados para con mi padre, al Lic. Nicolás Pascual Montes por su solidaridad, ayuda y amistad, a sus entrañables amigos: Ing. Gregorio Cruz Esquivel, C.P. Arnulfo del Real y a todas aquellas personas que estuvieron con mi hermana Aurora y conmigo en esos momentos. A todos...Gracias y que Dios los bendiga.
e-mail: rodolfo.luna@lag.uia.mx